Estudio bibliográfico
El Boletín de Historia Social Europea
Resumen: El presente texto recupera el contexto de aparición del Boletín de Historia Social Europea, precursor de Sociedades Precapitalistas. Se considera el escenario académico en el momento del retorno a la democracia, etapa crucial para el arraigo de los estudios de historia europea en nuestro país. Se recupera el rol de algunos actores relevantes del momento y sus posiciones respectivas. Se destaca el aporte del Boletín en este marco argumentando que propició la renovación historiográfica, la apertura hacia el diálogo con las ciencias sociales y el retorno a las problemáticas claves del marxismo.
Palabras clave: Historiografía, Escenario académico, Publicaciones científicas.
The Boletín de Historia Social Europea
Abstract: This text recovers the context of the appearance of the Boletín de Historia Social Europea, the forerunner of Sociedades Precapitalistas. It considers the academic scenario at the time of the return to democracy, a crucial stage for the consolidation of European history studies in our country. The role of some relevant actors of the moment and their respective positions are recovered. The contribution of the Boletín in this framework is highlighted, arguing that it fostered historiographic renewal, openness towards dialogue with the social sciences and a return to the key problems of Marxism.
Keywords: Historiography, Academic scenario, Scientific publications.
1. Advertencia sobre el método
Esta evocación del Boletín de Historia Social Europea, precursor de Sociedades Precapitalistas, no solo se basa en escritos sino en lo que viví. Son las experiencias de haber trabajado en su edición, y también las que adquirí durante medio siglo, desde1971, cuando ingresé a la carrera de historia de la UBA. Exponerlas desnuda las circunstancias que llevaron a crear el Boletín y que condicionaron a una porción de la historiografía universitaria argentina.
2. Antecedentes y realidad de 1983
Podemos comenzar diciendo que el Boletín nos traslada a los inicios de la democracia, momento en que Cuadernos de Historia de España y Anales de Historia Antigua y Medieval reflejaban el estado general de nuestros estudios de historia europea. Ese estado se resumía en descripciones sin problemáticas y desconocimiento de gran parte de lo que se hacía en otras latitudes (en especial en los centros de avanzada de la disciplina).
En Anales esto no era más que fidelidad a su trayectoria (una de las pocas excepciones que allí salía del molde era Ángel Castellán), pero en Cuadernos significaba que se había operado un retroceso, si tenemos en cuenta que hasta 1970 el positivismo tradicional había convivido en sus páginas con destacados renovadores. Allí publicaron José Luis Romero (1944, 1945, 1947), Tulio Halperin Donghi (1955, 1957), Nicolás Sánchez Albornoz (1950, 1967) y Reyna Pastor de Togneri (1962, 1963, 1967, 1968). Incluso apareció allí un estudio de Abilio Barbero (1963), autor que más tarde propondría cambios de peso en la interpretación de los orígenes de la Reconquista.
Interesa destacar esto, porque a Cuadernos se lo suele encasillar en los lineamientos de su director, cuando en realidad contuvo durante muchos años un desdoblamiento de tradición y novedad. En efecto, Sánchez Albornoz reiteró en Buenos Aires una amplitud que ya había expuesto cuando dirigió el Anuario de Historia del Derecho Español, donde publicó, por ejemplo, a Marc Bloch (1926), que tenía una concepción muy distinta a la suya. Solo en años posteriores, en la última parte de su vida, desplegó una cerrada intolerancia hacia todo lo que cuestionara sus concepciones, y en especial hacia el marxismo (o a lo que creía como tal), cuestión a la que volveremos.
Entre los renovadores deben hacerse distinciones. Mientras que José Luis Romero se consagró de manera muy original a la subjetividad de clases y grupos (concepciones o formas de acción), los otros autores mencionados se dedicaron a una historia económica y social que hoy llamaríamos clásica. En ella aplicaron criterios semi-estadísticos, incursionaron en la demografía (tema en ese momento en auge que contagió a discípulas de Sánchez Albornoz (Kofman de Guarrochena y Carzolio de Rossi, 1968) y analizaron relaciones de producción, fuerzas productivas y clases o minorías confesionales. En el desarrollo de estos temas influyó la creación de la carrera de sociología de Buenos Aires, encabezada por Gino Germani, y también medió la conexión con los núcleos más renovadores del exterior, que se reflejó en las colecciones universitarias de Annales. Économies, Sociétés, Civilisations y de Past & Present, dos revistas que no casualmente fueron discontinuadas bajo gobiernos militares.1 Como resultado de esa apertura hacia lo que sucedía en otros lugares, se tradujeron artículos de esas publicaciones que pasaban a ser entonces lecturas de los alumnos, y José Luis Romero, que promovió esta política, invitó a Ruggiero Romano a que dictara un seminario que tuvo su influjo en los estudios locales.2 Halperin Donghi por su parte ya había mostrado las ventajas de esas relaciones, porque una vez graduado realizó estudios en la Universidad de Turín (1950-1951) y en la École Pratique des Hautes Études, VI sección, de París, en 1953, con Fernand Braudel; bajo la dirección de este último se sumergió en los archivos españoles para realizar lo que sería su doctorado (en Buenos Aires) sobre los moriscos valencianos. En el jurado de esa tesis participó Claudio Sánchez Albornoz, y aunque según el folklore de Filosofía y Letras no la leyó (aserto del que cabe dudar),3 debe destacarse su aporte (aun formal), para que esa graduación se concretara, actitud que algunas de sus discípulas no reiteraron posteriormente.
Además de la experiencia pionera de Halperín y del reconocimiento internacional que ya tenía Romero, debe contabilizarse que Reyna Pastor fue profesora asociada en Aix-en-Provence, en el departamento dirigido por Duby.4
Con un futuro promisorio, ese núcleo no tradicional de historiadores, que había hallado en Cuadernos una publicación prestigiosa para mostrarse, conoció una inesperada trayectoria azarosa.
El primer cambio sobrevino con el golpe de 1966, la renuncia de profesores y la emigración. Este nuevo escenario fue apenas rectificado posteriormente, en parte por las debilidades del gobierno militar a partir del Cordobazo, y en parte por un cambio de estrategia de los profesores que habían asistido al fracaso de las renuncias masivas como forma de lucha en defensa de la universidad. En esa coyuntura, y en relación con la historia europea no tradicional, en 1970 José Panettieri accedió a la Universidad de La Plata y en 1971 Reyna Pastor a la de Rosario (donde ya había enseñado entre 1962 y 1966), formando un grupo de medievalistas del que surgieron las tesis (también publicadas en Cuadernos) de Susana Belmartino (1968) y de Marta Bonaudo (1970), consagradas al análisis social y económico-social (Bonaudo la hizo en Francia con la dirección de Duby). Por su parte la primavera camporista tuvo efectos contradictorios para la historia social europea. Por un lado no fueron pocos los militantes que concebían el pasado como política retrospectiva y desvalorizaban lo que no era historia argentina. En ese clima de agitada efervescencia se vivieron episodios irrepetibles: cualquier porción del pasado, incluida la Antigüedad clásica, podía concebirse como un aporte ad hoc para la liberación nacional, a la profesora que explicaba la formación del capitalismo en Europa se la cuestionaba por carecer de una visión «tercermundista» y una adaptación urgida por el oportunismo y no por el conocimiento o la convicción llevó a que un programa sobre economía del Medioevo se plasmara en un interminable enunciado de cultivos. Pero por otra parte, en esa convulsionada universidad montonera se pudieron conocer profesores marxistas o enrolados en el arcoíris izquierdista de las ciencias sociales, que sabían que no se habían formado para reemplazar fuentes por ideología. En ellos subsistía la convicción de que una buena historia europea era imprescindible para estudiar toda la historia, al menos desde el siglo XV, y no debe subestimarse su fugaz presencia universitaria para nuestro tema.
Se sabe que esa corta primavera de 1973 dejó paso al largo invierno derechista, que a la universidad le llegó anticipadamente, en agosto de 1974, para mostrar de manera dramática que la revolución no era una estudiantina para entonar consignas. La historia social europea dejó de ser una actividad lícita (en especial si tenía alguna partícula marxista) y solo pervivió el positivismo más insulso. Sus portadores se hicieron cargo en soledad de la historia universitaria, incluida la europea.
Esa orientación entrañó, con el rechazo de las ciencias sociales, la restricción de temas: no se trataron estructuras, conflictos de clase, ciclos económicos, mentalidades o transiciones de un modo de producción a otro. El acontecimiento, entendido como el enunciado de reinados o de hazañas de los dominantes, podía dar el contenido de una clase (se lo justificaba diciendo que allí estaba el andamio de la historia), las fuentes eran leídas con escasa o nula interpretación, y el concepto institucional organizaba el pasado, con la consecuencia de que se tenía por inadmisible, por ejemplo, hablar del feudalismo tardío. Todo intento de restituir la categoría que inspiró el 4 de agosto de 1789 era anulado ab ovo, porque los alcances del feudalismo los había fijado para siempre la erudición alemana. Se insistía así en un tecnicismo que en otros países se dejaba de lado, y se marchó hacia un enciclopedismo del que resultaba un cóctel de totalidades desarmadas: la organización vasallática por un lado, el señorío por otro y la monarquía que flotaba separada de sus apoyos sociales (si eran feudales o burgueses era una pregunta inimaginable). Con esas exposiciones invertebradas preocupaban las guerras que los cristianos ganaban o perdían (el punto de vista del infiel lógicamente no contaba), y un gran personaje como Alfonso X podía ser una pregunta de examen.
Dentro de ese positivismo había diferencias, porque al menos el enfoque jurídico e institucional aportaba coherencia, lo que representaba una ventaja ante los hechos que se presentaban sin organización conceptual. Es lo que, por ejemplo, resultó de un estudio de María del Carmen Carlé (1973) sobre las familias de la nobleza leonesa alto medieval: sin aplicación de ninguno de los sistemas doctrinales sobre el parentesco (el de Morgan, el de Levi Strauss o el de cualquier otro), el corolario fue que su detallada pesquisa se resolvió en una acumulación de datos, en árboles que por falta de brújula no permiten ver el bosque ni encontrar la lógica del todo, más allá de que ese erudito empirismo proporciona una excelente materia prima para ser reutilizada con otro dispositivo gnoseológico.
Esta última indicación se vincula con la tenacidad del documentalista, lo que era un mérito si tenemos en cuenta que a este lo rodeaba una cohorte de ineptos. Eran los que habían llegado a la universidad aprovechando las vacantes que dejaban a través de los años las cesantías, y su verdadero perfil lo revelan situaciones ciertamente grotescas. Recordemos.
Un profesor, con una singular idea de la especialización, confesaba ser experto en el período que abarca desde la Prehistoria al final del Medioevo, idea de longue durée que un amante de la historia clásica compartió para consumir su vida académica elucubrando una tesis sobre la crisis del siglo III en Roma y en el mundo romano (lógicamente, con un objeto de estudio tan laxo le llegó la jubilación sin doctorarse); otro reputado profesor (de Introducción a la historia) aseguró que las tesis sobre Feuerbach de Marx las había escrito Lenin, y cuando se le indicó el error se justificó alegando que el exceso de lecturas le había provocado el lapsus; un docente propuso que se leyera la Historia de Europa de Turlé, por Tarlé, evidenciando que le recomendaba a los alumnos una lectura que desconocía (se la habían apuntado en un papel); una profesora de Historia Moderna creía que la magnum opus de Braudel solo trataba de Felipe II y de España, nulidad emparejada por la directora de un instituto que no conocía la revista de los Annales (Halperin Donghi descartó que fuera un síntoma de Alzheimer porque «siempre había sido bruta»),y una investigadora anunció que en el Archivo Histórico Nacional había descubierto que los primeros trotskistas del país ya andaban haciendo de las suyas en 1876, con lo cual se concluía que Trotski tenía seguidores tres años antes de nacer.
Cabe aclarar que estas situaciones, basadas en una experiencia vivida en los quince años que abarcan aproximadamente entre 1970 y 1985, no se originaron en algún rincón periférico del país sino en las universidades de «primer nivel» del Comahue, Tandil, Córdoba y Buenos Aires. Tampoco es difícil aumentar este anecdotario de la incultura del nivel superior a medida que el recuerdo ilumina esa pretérita oscuridad.5
Dejando de lado estos (numerosos) casos extremos, la sección rigurosa de los historiadores se ejercitaba en usos y costumbres que también los singularizaba. Su elemento distintivo estaba representado en los seminarios de investigación, por un consejo que se pretendía axioma: ninguna noción debía obstaculizar al documento que visitaba a una mente a la que se le habían dado vacaciones programadas.
Se observaba así un criterio del positivismo que su gran representante local, Claudio Sánchez Albornoz, no seguía, o por lo menos no practicaba al pie de la letra, como muestra su obra que fue una sucesión de polémicas sobre interpretaciones que no compartía (y aquí se hace abstracción sobre qué tipo de inquietudes lo llevaban a escribir; solo anotemos que leía documentos buscando respuestas a las preguntas que le sugerían otras lecturas). Otra rareza es que esa regla de la mente en blanco podía ser desmentida en una Introducción a la historia o en una Teoría de la historiografía, materias en las que se enseñaba a Marc Bloch y a Lucien Febvre. Por consiguiente, la vida del alumno, desde el inicio de la carrera hasta el inicio de su investigación era un viaje por etapas que se excluían, porque el precepto teórico se anulaba fotografiando contenidos de las fuentes. Incluso a veces solo preocupaba cómo hacer las célebres fichas, y por supuesto, un historiador consagrado era el que disfrutaba de su gran fichero de acontecimientos. Si la historia era un arte de la memoria, allí estaban las anotaciones para hacer de esa facultad humana lo que se creía que era ciencia.
La convivencia de un Marc Bloch y la negación de su legado en la misma carrera se emparejaban con alguna sorpresa que aparecía en el páramo, como las lecturas de Le Goff o de Duby que se filtraban en los áridos programas. Estas disonancias indican que los profesores solían unirse más por el espanto al materialismo histórico que por otras convicciones, y una revista como Cabildo, desde donde se propiciaba el aniquilamiento de izquierdistas en un tiempo en que esa tarea la cumplían con espeluznante eficacia las bandas de López Rega o de los militares, era lectura regular de algunos hispanistas.6
El antimarxismo era entonces funcional porque unía voluntades y en consecuencia se transformaba en obsesivo, como si fuera una necesidad existencial.7 Este desvelo por los herederos de Marx llevó a que las cátedras de Filosofía y Letras de Buenos Aires manejaran listas proporcionadas por los servicios de estudiantes supuestamente subversivos.8 El grado de histeria al que se llegó lo exhiben dos casos: un docente fue amenazado por un director de departamento porque había sido acusado de tener amistad con comunistas, y una graduada que se iniciaba en la investigación fue expulsada de un instituto por la misma razón.9 Algunos asumieron su participación en ese tipo de quehaceres y explicaron su conducta hablando, como el diario La Nación y como los militares, de una guerra que arrastró a todos.10
En ese contexto, la ideología pasó a ser un componente del argumento histórico, inclinación que se acentuó cuando nuevos medievalistas españoles en las décadas de 1960 y 1970 cuestionaron a Sánchez Albornoz. Este reaccionó con sonoras rabietas (publicadas en Cuadernos), y el que negaba su tesis sobre la despoblación del valle del Duero podía ser acusado de marxista (aunque repitiera lo que había dicho Menéndez Pidal), y una suerte de ese tipo tuvo la historiadora que contradijo su interpretación de los infanzones.
Sus discípulas participaron de la defensa del maestro con otras armas: no hablaron de Barbero y Vigil (1978) (que en España lograban un gran reconocimiento) ni de otros renovadores, y consideraron (en privado) que García de Cortázar (1973) había seguido un errado rumbo europeísta en su análisis español. Esta última crítica es elocuente porque en un punto el problema no era de ideología o de sistemas conceptuales, sino de preservar un puñado de ideas, como el de la singularidad castellanoleonesa, y aquí no es ocioso aclarar que García de Cortázar está tan lejos de Marx como nosotros de Marte. En esta tónica, lo más categóricamente rechazable era la combinación de novedad y materialismo histórico, y un doctorado que desafiara las interpretaciones albornocianas con marxismo se desechaba sin leer.
Comprensiblemente, estos historiadores no tuvieron relaciones con los nuevos marxistas españoles que se ocupaban del Medioevo (eran varios), pero mantuvieron los vínculos que tenían desde la época de Franco, cuando en España predominaba entre los profesores universitarios el integrismo católico y el Opus Dei. Como era de esperar, los medievalistas que no se dedicaban al pasado ibérico hicieron otras amistades. Contabilicemos algunas conocidas:(1) un colega de Francia enfrentado a la École des Hautes Études en Sciences Sociales (era todo un símbolo), (2) otro de Bélgica que participaba del mismo encono aunque particularizado en Le Goff, y (3) un neofascista que había llegado a la Edad Media desde el Movimiento Sociale Italiano.
Con estos amigos y en la sociedad que los militares controlaban, los historiadores tradicionales se movilizaron en el frente interno y externo. Pero a pesar de su empeño, la historia que pretendieron suprimir renació con la democracia.
3. Un futuro distinto para el historiador
Acabamos de ver el panorama de 1983, y es lo que había que transformar, aunque no todo suponía la misma tarea. Por ejemplo, suprimir con concursos la ignorancia impúdica no era difícil, pero el cambio de fondo era de otro tipo, conceptual y de actitud. Se resumía en lograr que los historiadores se convencieran de que saber lo que se había hecho y lo que se hacía en un determinado tema era el preludio para investigarlo, sencillamente porque el saber descubre a la ignorancia y porque ninguna fuente dice cosas interesantes si no se le hacen buenas preguntas.
Por consiguiente, democratizar era desterrar prejuicios y combatir la idea de la mente en blanco. Esto implicaba formar nuevos historiadores con nuevas concepciones. Era también reconocer el derecho a tomar diversos caminos metodológicos.
Sobre la historia europea se delinearon entre los renovadores dos posturas. Por una parte se sostuvo que no se podían hacer en Argentina investigaciones en esa área por carencias de documentación y bibliografía, aunque en esta opinión había matices. Ruggiero Romano después de haber participado como jurado en un concurso, concluyó en que, salvo las grandes universidades bien provistas de bibliotecas, las historias generales desde la Época Antigua a la Contemporánea debían reemplazarse por una Historia Social General que proveyera del conocimiento imprescindible para los que se dedicaran a la historia argentina, el único campo que consideraba posible trabajar. Reyna Pastor participaba de esta opinión aún de manera más tajante, al afirmar que en el país no había condiciones para investigar en historia europea, aserción muy asombrosa por su historia personal. Enrique Tandeter por su parte participaba de ese escepticismo. Obviamente, una persona tan inteligente y culta como Tandeter sabía de la importancia de la historia europea para la formación de un investigador, pero creía que este debía trabajar en temas argentinos y americanistas. Resumió su pensamiento diciendo que la mejor opción era hacer lo que hacían Le Goff y Duby en cuestiones locales.
Un segundo grupo sostenía que no solo era necesario sino también posible cultivar la historia europea en el país. Comprensiblemente, así opinábamos los que ya estábamos sumergidos en ese quehacer, aprovechando lo que habían usado nuestros predecesores: el material bibliográfico y documental que atesoraban los institutos de Buenos Aires.
No obstante, algunos negadores de esas posibilidades insistían en su tesitura. Reyna Pastor, por ejemplo, me inducía a que me dedicara a la inmigración española en Argentina utilizando el archivo del Centro Gallego de Buenos Aires, investigación que pensaba dirigir desde Madrid junto a visitas periódicas al país, opción que rechacé. Con esto también indico que el problema dio lugar a algún debate no público, que transcurrió por carriles respetuosos de las posiciones de cada uno.
Por otra parte, el grupo que veía las posibilidades de los europeístas en el país contaba con el apoyo científico e institucionalmente importante de investigadores en historia argentina con una lúcida noción de que conocer la historia europea era imprescindible. En esta tesitura se alineaban José Panettieri en La Plata, Luis Alberto Romero en Buenos Aires, Eduardo Míguez en Tandil, Marta Bonaudo en Rosario (en la dictadura debió abandonar el medievalismo), Aníbal Arcondo en Córdoba y Haydée Gorostegui de Torres en Luján.
Pero el verdadero impulsor del Boletín fue Luis Alberto Romero por su posición en la comisión de historia del Conicet durante los años alfonsinistas. Propuso la idea y promovió su financiamiento. También alentó encuentros de actualización en los que participaron universidades del país, y todo esto lo realizó con un criterio inclusivo, convocando a esos profesores del positivismo macartista, llamado que si bien tuvo pocas respuestas, se corresponde con el hecho de que en los concursos solo salieron del sistema universitario los que poseían una ignorancia escandalosa. Los demás permanecieron.11
De todos modos esos colegas que le volvían la espalda a la renovación, dejaban en claro que las mayores esperanzas estaban en los jóvenes, con abstracción de que hubo algunos que se dedicaron a cambiar su (no)formación. El objetivo se resumía entonces en abrir puertas que habían permanecido largamente cerradas. El Boletín adquirió en esto su protagonismo.
Algunas de las puertas que franqueó, además de ofrecer novedades, conmovían por igual al historiador positivista y al de historia social. Es lo que sucedió con el trabajo de Luis Alberto Romero (1991) sobre sectores populares urbanos. Por un lado su estudio promovió a E.P. Thompson, que no siempre fue célebre en Argentina, y hasta 1989, cuando Crítica publicó la Formación de la clase obrera en Inglaterra, esta obra (aparecida en 1963), había tenido una primera traducción castellana poco difundida, y circulaba muy limitadamente en el país. Con Thompson y sus compañeros de ruta (Eric Hobsbawm, George Rudé, Raymond Willians, Christopher Hill, Rodney Hilton), se aludía en ese artículo a José Luis Romero, a Pierre Bourdieu y a los sectores subalternos de Gramsci, figuras poco frecuentadas en las universidades argentinas hasta la llegada de la democracia. Con esos autores no solo llegaba la seductora history from below que pronto tuvo émulos nacionales (algunos cayeron en el costumbrismo más ingenuo), sino que se importaba una perspectiva inédita para los marxistas que manteníamos (y mantenemos) el concepto de la clase obrera como sujeto de la revolución. La proposición obligaba a pensar. Pero allí no se cerraba el asunto, porque esta nueva literatura reactivaba a su vez la cuestión de la conciencia de clase adquirida por experimentación directa, como decía Thompson, o por educación política que opera sobre la experimentación, lo que remite a la conciencia atribuida de Lukács. De esto a su vez derivaba el problema de si la conceptualización de la clase se obtiene por determinaciones objetivas (por el lugar del grupo en la producción) o subjetivas (por existencia o no de conciencia de clase). Vemos entonces que una proposición desencadenaba proposiciones controvertidas en el que estaba preparado para recibirlas críticamente, y allí estaba la bondad de lo que presionaba a volver sobre lo que se creía seguro. Asimismo en esos años se dio la situación curiosa de que muchos solo descubrían su desactualizada comodidad a la hora de los concursos.12 En esas circunstancias también estaba el Boletín.
En la actualización no podían faltar las estructuras familiares con unidades domésticas y demografía, temas relacionados con la protoindustria que había concitado la atención en la década de 1980. El problema del intercambio desigual, que habían revitalizado Wallerstein y Braudel también fue frecuentado, se examinaron los nuevos enfoques sobre la revolución francesa, se presentó a Carlo Ginzburg ante los historiadores nacionales (la micro-historia de Menocchio generó otro frenesí) y se visitaron temas conexos con la disciplina, como la relación entre historia y literatura. Todo esto implicó estados del arte, análisis críticos, traducciones y entrevistas. Pero además, viendo todo a la distancia, se colige que en el Boletín coincidieron temas caros a la aproximación estructuralista (protoindustria, relaciones sociales altomedievales, parentesco) y los actores subalternos que cobraban vida en oposición a las estructuras que los constreñían. Esto desató una polémica larvada alrededor de dónde situar el impulso histórico, lo que acarreó un falso problema, porque la primacía del desarrollo objetivo o del sujeto es mucho menos un asunto de elecciones del historiador que una exigencia del objeto que se propone estudiar.13 Pero lo importante no es tanto la resolución del problema sino los argumentos controvertidos que podían escucharse.
Un rasgo esencial de este logro editorial fue que esas oposiciones se lograron con convergencias. Se reunieron investigadores formados como Sarlo, Romero, Burucúa, Sazbon, Korol, Goldman y Carzolio, con otros que iniciaban sus promisorias carreras como Gallego, García Mac Gaw y María Cecilia Zuleta (desarrolló su carrera en el Colegio de México). También se reunieron investigadores de historia americana con los europeístas, y los que regresaban del estructuralismo en busca de sujetos se encontraron con los que pretendían profundizar en las estructuras.
Viendo hoy estos nombres, no cabe duda de que en los cuatro números que salieron entre 1989 y 1992 el Boletín reunió a una parte de los mejores investigadores del país.
4. Final de un ciclo demasiado breve
Fue una trayectoria tan luminosa como efímera, porque con la llegada de Menem se nombró una nueva comisión de historia en el Conicet en la que operó Nilda Guglielmi, una conocida medievalista tradicional. El Boletín se quedó sin financiamiento; a Carlos García Mac Gaw se le quitó su beca, el Centro de La Plata no tuvo más subsidios, y personalmente experimenté el intento de expulsión del Conicet, una iniciativa que no prosperó por medievalistas españoles que demandaron el cese de esa persecución política y burocrática según ellos dijeron. Ese fue el contexto en el que desapareció el Boletín, situación que lisa y llanamente significaba reeditar la hostilidad que los historiadores tradicionales siempre manifestaron hacia la historia social, el marxismo, la teoría, la lucha de clases y la minifalda.14 La historiadora que no conocía la revista de los Annales, estando ya retirada y en plena democracia, se opuso (con intento de escándalo mediático incluido) a que el Instituto de Historia Antigua y Medieval de Buenos Aires lleve el nombre de José Luis Romero.
Esto nos recuerda lo que frecuentemente se olvida: la marcha de la historiografía es un conflicto constante que no siempre discurre por el plano académico ni lo motivan razones científicas. Es un aspecto que suele omitirse, porque prevalece la falsa imagen de una gran familia corporativa de buenos modales. Definitivamente, los combates por la historia no son solo el título de un libro célebre en la profesión, sino que es nuestro desarrollo. La escritura de la historia presupone concepciones impugnadas o defendidas, y sería saludable que esta premisa, que fue guía del Boletín, se mantenga siempre para Sociedades Precapitalistas. Supone recuperar la disputatio de nuestros antecesores, los universitarios medievales, y atender al axioma que proclamó Gramsci sobre el pensamiento que avanza a través de oposiciones.
Concluimos que sin la intervención de historiadores que transformaron su inmediato entorno pos dictatorial, la historiografía de nuestro país habría sido muy distinta, y en su fisonomía actual, que con todos sus problemas no deja de ser saludable, tuvo su papel el Boletín.
Una última cuestión es que la divergencia entre hacer o no historia de áreas no argentinas en el país la han resuelto los investigadores con su práctica. La producción en las historias antiguas (oriental y clásica), medieval y moderna es abundante, como muestran las publicaciones, los seminarios, las tesis, en fin, toda la actividad. Y una vez más el Boletín tuvo mucho que ver con esto.
5. Referencias
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Bloch, M. (1926). La organización de los dominios reales carolingios y las teorías de Dopsch. Anuario de Historia del Derecho Español, 3, 89-119.
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Halperín Donghi, T. (1957). Un conflicto nacional: moriscos y cristianos viejos en Valencia. Cuadernos de Historia de España, 25-26, 83-250.
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Notas
Recepción: 02 Enero 2022
Aprobación: 01 Marzo 2022
Publicación: 02 Mayo 2022