CONFERENCIA /CONFERENCE
Jairus Banaji
School of Oriental and African Studies - Universidad de
Londres
Jairus_b@hotmail.com
Reino Unido
Cita sugerida: Banaji, J. (2015). Producción en masa, economía monetaria y vitalidad comercial del Mediterráneo. Sociedades Precapitalistas, 5(1): e003 . Recuperado a partir de http://www.sociedadesprecapitalistas.fahce.unlp.edu.ar/article/view/SPv05n01a03
Resumen
Se
argumenta que la arqueología y la historia monetaria reúnen
entre sí el potencial para proyectar una imagen de la economía
romana muy diferente a la que sugieren los estereotipos minimalistas.
Se discuten las implicancias de esta argumentación para el
período tardoantiguo en particular, rechazando el
catastrofismo con el que Rostovtzeff concluía su célebre
historia del temprano imperio. En el imperio tardío la
fortaleza de los intereses privados se mantuvo tan firme como
siempre, en una economía caracterizada por la integración
de los negocios públicos y privados antes que por un supuesto
conflicto o antagonismo entre ambos. El imperio de Oriente conservó
estas tendencias en forma pura, con niveles sostenidos de comercio y
circulación monetaria hasta las décadas centrales del
siglo VII. En este trabajo se argumenta que pensar en términos
de ciclos económicos sería para los historiadores más
razonable que la patología convencional de la “declinación”,
“decadencia”, etc. Este patrón es notablemente
evidente en la historia económica bizantina, marcada por
abruptas fluctuaciones entre los siglos V y XII.
Palabras clave: Mediterráneo romano; Protoindustria; Minimalismo; Comercio; Ciclos económicos; Bizancio.
Mass Production, Monetary Economy and the Commercial Vitality of the Mediterranean
Abstract
It
is argued that archaeology and monetary history between them have the
potential to project a very different picture of the Roman economy
from that suggested by minimalist stereotypes of the latter. It then
discusses the implications of this argument for the late antique
period in particular, rejecting the catastrophism with which
Rostovtzeff famously concluded his own history of the early empire.
For the late empire the strength of private interests remained as
strong as ever, in an economy characterised more by an integration of
private and public business than by any supposed conflict or
antagonism between them. The eastern empire encapsulated these
tendencies in pure form, with sustained levels of trade and monetary
circulation into the main decades of the seventh century. The paper
argues that it would be more sensible for historians to think in
terms of economic cycles than the conventional pathologies of
‘decline’, ‘decay’, etc. This pattern is
strikingly evident in Byzantine economic history, marked as it is by
sharp fluctuations between the fifth and twelfth centuries.
Keywords: Roman Mediterranean; Protoindustry; Minimalism; Trade; Economic cycles; Byzantium
Me gustaría comenzar sugiriendo que la economía romana fue tan protoindustrial como agraria.1 Se caracterizó por la abundancia de bienes manufacturados, por la competencia entre industrias, por una producción en masa muy difundida y por una explotación de los recursos naturales intensiva y sólidamente estructurada que alcanzó proporciones asombrosas con la apertura de España y el norte de África a los intereses comerciales e imperiales romanos.2 Vasijas, vasos, clavos, herramientas de metal, ladrillos, mármol, aceite de oliva, pescado salado, cereales, vino y textiles se producían en masa o en cantidades muy grandes y de enormes volúmenes para mercados masivos.3 En los sectores más estrictamente industriales como la cerámica esto implicaba estandarización. La cerámica italiana más difundida de la República tardía (campaniense A) es un ejemplo de producción en masa de un artículo de buena calidad a bajo costo. La estandarización, argumenta Jean-Paul Morel, estaba asociada a una elevada productividad, a una pulsión por estructurar los procesos de trabajo de modo de asegurar la máxima eficiencia de la fuerza de trabajo (Morel, 1981: 88). La cerámica samiense de La Graufesenque, en el sur de la Galia, se describe como “una de las primeras industrias manufactureras de gran escala de Europa” (Fulford, 2013) en actividad desde principios del siglo I hasta el primer tercio del siglo II, con una producción a gran escala basada en una “muy estricta división del trabajo” (Mees, 2013: 66) y orientada a la exportación a escala de toda Europa occidental. Los diferentes talleres producían millones de vasijas cada uno, alcanzando una producción total de “probablemente decenas de millones de vasijas o más” (Allen, 2013: 50, 52). Un rasgo notable tanto de la cerámica campaniense A como de la samiense francesa es la magnitud de la producción, que plantea el problema central de la estructura económica de la industria –¿cómo estaba organizada? ¿Quién era el propietario de las vasijas? ¿Quién tomaba las decisiones comerciales? Y, ¿qué importancia tenían esos grupos a la hora de definir la naturaleza de la economía romana en su conjunto? De hecho, ¿cómo empezamos siquiera a responder estos interrogantes si gran parte de la argumentación es inferida o se basa en fuentes que pueden no proporcionar respuestas? Ken Dark ha notado que la cerámica de La Graufesenque era más avanzada que la alfarería de Staffordshire de comienzos del siglo XVIII (Dark, 2001: 23). Maurice Picon ha sugerido que su fabricación estaba organizada sobre una base capitalista (Picon, 2008: 200–201). Aun si estamos de acuerdo en este punto (y yo me inclino a estar de acuerdo), no se sigue que los inversionistas que poseían grandes hornos en La Graufesenque también se ocuparan de la comercialización de sus productos, por ende necesitamos un espectro más amplio de agentes económicos, y centralmente, la clase de compañías capaces de organizar la distribución y venta en vastas áreas de Europa occidental, es decir, empresas mercantiles ricas. Este rasgo (la intervención de una empresa comercial) es tan notorio en las industrias romanas de cerámica que el “mercader” emerge aquí como una figura de mayor sustancia que los capitalistas comerciales que Marx veía subordinados al capital industrial a fines del siglo XIX. Por cierto, la estandarización de sectores enteros de la industria presupone decididamente la participación de entidades más próximas a la etapa final de la comercialización, la venta al menudeo. Por este motivo Carandini en su texto más teórico se refirió a un tipo de producción “esencialmente subordinada al capital comercial” (Carandini, 1979: 193), y es este nexo (la dominación del mercader sobre el productor, o la dependencia del segundo respecto al primero) lo que Françoise Mayet y sus colegas han llamado “capitalismo comercial”. La relación entre mercaderes y productores, claro está, pudo haber variado considerablemente, dependiendo de quiénes fueran estos últimos –los aristócratas del siglo III que dominaban el gran comercio de aceite de oliva en Libia se ubicaban en un extremo del espectro; la masa de productores de terra sigillata posiblemente en otro muy diferente.
Tanto la terra sigillata como la industria romana de ladrillos han sido objeto de algún que otro trabajo centrado en cuestiones como la estructura económica de la industria, la organización de los talleres (officinae) y la escala de la producción. El rasgo distintivo de gran parte de esta labor es que la evidencia se interpreta en términos de un modelo que al menos en parte se deriva de esa evidencia, por lo que hay una estrecha interacción entre “teoría” y “evidencia” (un círculo virtuoso, podríamos decir), más estrecha de hecho que la que puede encontrarse en la muy influyente obra de Moses Finley La economía de la Antigüedad. La producción de sigillata de España se basaba en un puñado de grandes compañías a las que se sumaba una multitud de pequeñas empresas.4 La industria romana de ladrillos, en cambio, estaba casi enteramente dominada por la aristocracia de la ciudad, que encargaba la producción a officinatores o “gerentes de taller” que eran en realidad empresarios pero solamente a cargo del aspecto productivo de la industria.5 El control de la empresa en sí estaba en manos de la aristocracia (los domini, incluyendo miembros de la familia imperial) y este tipo de empresa constituía sin lugar a dudas sólo una de las tantas inversiones que tipificaban la economía de las familias de la clase superior romana. La reiterada caracterización de la aristocracia romana como una clase de terratenientes es engañosa si la propuesta es que debe verse como una clase agraria no muy diferente en esencia a los junkers prusianos del siglo XVIII, por ejemplo. Además de la redituable actividad ganadera de las villas suburbanas (pastio villatica) orientada a obtener extraordinarias ganancias en mercados muy ricos6 y de los monocultivos vinícolas y de aceite de oliva de escala industrial más difundidos, las inversiones senatoriales conocidas para distintas épocas comprendían depósitos, pedreras, fábricas de ladrillos, contratos de minería, inversiones financieras en transporte marítimo y empresas comerciales (D’Arms, 1981: 39), y por supuesto todo tipo de especulación, en particular el acaparamiento de vino, cereales y demás. Esta caracterización de la aristocracia romana sigue siendo válida para el imperio tardío, aunque es mucho menos visible, salvo por la forma marcadamente agresiva en que la aristocracia tomó el control del mercado de bienes raíces pertenecientes a la ciudad durante el auge de la residencia aristocrática del siglo IV.7 No obstante, más allá de los estrechos círculos de la aristocracia de base romana o provincial se extiende un grupo mucho más amplio de clases comerciales, desde las poderosas asociaciones de mercaderes mayoristas atestiguadas en el Foro de las Corporaciones de Ostia a fines del siglo II y comienzos del III (Becatti, 1961: 64 y ss.) hasta una masa de pequeños empresarios del comercio, la construcción, la manufactura, etc., que fueron la columna vertebral de la economía urbana en todos los periodos de la antigüedad. Si consideramos el periodo romano y bizantino como totalidad, desde la República tardía hasta los últimos siglos del Imperio Bizantino, este conjunto de clases de vital importancia nunca fue estático en su composición y no hay una terminología clara o unificada que podamos invocar para referirnos a él o una nomenclatura oficial a la que podamos aferrarnos. El autor de De rebus bellicis había insinuado en el siglo IV una división general del estrato superior de la sociedad romana tardía en burócratas, terratenientes y hombres de negocios, describiendo a este último grupo como negotiatores mercium lucra tractantes.8 Negotiator era un término genérico para diversos grupos de hombres de negocios enrolados en el comercio de gran escala, la banca y la manufactura. Pudo haber incluido a los mercaderes mayoristas involucrados en el comercio mediterráneo de vino, que estaban organizados en un corpus descripto como splendidissimus;9 comerciantes mayoristas de aceite como los Aelii Optati de Celti, cerca de Hispalis (Sevilla) (Keay, 1988: 102–103), banqueros enriquecidos como Julianus, uno de los muchos argentarii activos en Rávena en el siglo VI; y los cambistas cuyos intereses financieros defendió Símaco en la década del 80 del 30010 –todos ellos grupos comerciales ricos situados fuera del núcleo principal de la aristocracia propiamente dicha. Estos sectores, y la masa de pequeños empresarios conocidos simplemente como mercatores, conforman el ámbito menos documentado en las fuentes literarias (por razones obvias, tal vez) pero ampliamente presupuesto en la arqueología, en la cual el peso creciente de la “clase media comercial y productiva” (Zanini, 2006: 405) se ve ahora como un factor fundamental en la evolución de una nueva topografía urbana. Cuando en el siglo V el poder coercitivo del imperio del siglo IV declinaba drásticamente, las asociaciones comerciales adquirieron una autonomía considerable en todas las ramas de negocios (Bianchini, 1990), algunas intentando incluso establecer carteles de precios,11 y hasta en lugares tan distantes como la Galia los predicadores se quejaban de las “hordas” de hombres de negocios (“todos del Este”) que ahora al parecer dominaban ¡“casi la mayor parte de todas las ciudades del mundo”!12
Durante la República tardía y el temprano imperio la aristocracia había utilizado regularmente esclavos y libertos como pantalla de la actividad comercial, explotando los recursos de un sofisticado sistema de derecho privado ingeniosamente ideado para dar flexibilidad a la organización y conducción de negocios por parte de los dueños de capital. Andrea Di Porto ha mostrado en detalle cómo operaba esto exactamente (Di Porto, 1984). Nuevamente, no hay razón para suponer que esta cultura empresarial o forma de hacer negocios (la dependencia de la aristocracia de las habilidades empresariales y de gestión de diversos empleados) haya conocido una drástica declinación en el mundo tardoantiguo. Un pasaje de la Mathēsis, el trabajo astrológico de Fírmico Materno, sugiere lo contrario. Se refiere a los scribae (secretarios o agentes) empleados por la aristocracia para manejar sus cuentas financieras, operaciones bancarias, sucursales de negocios y transacciones comerciales.13 Talleres del mármol, pedreras, fábricas de ladrillos y el comercio del transporte son algunas de las áreas que se atestiguan en forma directa para la aristocracia del siglo IV.14 A este nivel, la agricultura también fue básicamente un negocio; si creemos en Olimpiodoro, unas tres cuartas partes del ingreso total que las grandes familias aristocráticas de la ciudad obtenían de sus haciendas se acumulaba como reserva de efectivo. Por ejemplo, en el más profundo sur de Italia, en la parte sur de Calabria, al sur de Catanzaro, donde el periodo tardoantiguo fue testigo de un renovado brote de vigor, el viñedo emergió como el cultivo comercial más destacado y se desarrolló en enormes haciendas (massae) sobre un modelo productivo más cercano a los monocultivos del norte de África que a nada que se haya visto en la misma Italia.15 La magnitud de la producción asociada al negocio del vino de Calabria también se puede inferir de la amplísima distribución de Keay LII, un tipo de ánfora producido localmente en Pellaro y otros emplazamientos de hornos del ámbito rural de los alrededores de Reggio, el principal puerto desde el cual se despachaban estos recipientes y al parecer la base de una importante industria de pescado salado hasta el siglo VII.16 Esto muestra, dicho sea de paso, que allí donde las fuentes escritas son exiguas (una breve referencia al vino de los Bruttii como multum et optimum en el Expositio) la arqueología puede hacer una gran diferencia en nuestras evaluaciones, como demuestra Filocamo en su monografía sobre Calabria y la región del estrecho (Filocamo, 2013).
Como destaca Bryan Ward-Perkins, “la visión minimalista y predominantemente pesimista que tenía [A.H.M.] Jones de la economía romana tardía se debió en gran parte a que ignoraba casi completamente la evidencia arqueológica” (Ward-Perkins, 2008: 203). Lo que más impactaba a Jones respecto al imperio tardío era la presión apabullante del estado. En 1959, buscando explicaciones de la “declinación” del imperio, Jones resolvió que tenía que deberse al impuesto. El imperio tardío era un imperio empobrecido por la “sobre-tributación”. El campesinado estaba desnutrido y la tasa de mortalidad en este sector era “anormalmente alta”.17 La única evidencia sólida que utilizó Jones en su artículo fue el P. Cairo Masp. 67059, el gran registro de impuestos de Antaiópolis de la época de Justiniano. Sin embargo, en 1951 el mismo Jones, curiosamente, analizando los mismos datos, sacó conclusiones diametralmente opuestas: “La tasa [del impuesto] por arura no resulta una cifra alarmantemente alta” (Jones, 1951: 271).
El minimalismo como tendencia teórica simplifica las estructuras sociales, niega complejidad económica a sociedades precapitalistas, considera el comercio y el dinero como de poca o ninguna significación en la historia de estas sociedades (por ejemplo, le resta importancia al papel económico de la moneda), y en general cree que ningún “concepto económico moderno” puede ser utilizado para analizar el mundo que antecede, digamos, al siglo XVIII.18 Jamás podrá construirse una historiografía minimalista creíble por la sencilla razón de que simplificaría tan radicalmente el tejido de la historia que no tendríamos más que una imagen empobrecida o particularmente distorsionada. Cuando estos presupuestos se aplican al bajo imperio generan un modelo en el cual se atribuye una importancia exagerada al estado y a la tributación como motor de la economía, mientras la relación entre “la economía privada” y el estado se interpreta en términos de un dirigismo sofocante. Ésta es exactamente la imagen de la economía tardorromana que subyace a gran parte de la argumentación en la obra de McCormick Origins of the European Economy, en la cual la economía romana se describe como “una economía dominada por el transporte de la annona”, y se nos dice que “la annona… superaba en volumen e importancia a todas las otras formas de transporte marítimo” (McCormick, 2001: 116 y 783 respectivamente). La sencilla respuesta a esto es ¿cómo sabemos? ¿Tenemos siquiera una mínima estimación del volumen total del comercio que fluía a través del Mediterráneo en cualquier momento entre el siglo I y los siglos XIV o XV?19 McCormick pretende desafiar “la antigua visión de una economía estancada y cerrada en el noroeste de Europa alrededor del 800 d.C.” (McCormick, 2001: 6), pero deja perfectamente intacta la antigua visión de “la declinación de la economía tardorromana”.20 En particular, pasa completamente por alto un conjunto de evidencia, la información relativa a la historia monetaria del imperio tardío y de la antigüedad tardía en general. Lo mismo se puede decir de Carandini. Entre la excelente introducción que escribió al tercer volumen de Società romana e impero tardoantico en 1986 y el capítulo sumamente pesimista en el volumen correspondiente a la Storia di Roma publicado en 1993 sus perspectivas sufrieron un fuerte giro. En el primero de estos ensayos Carandini plantea que Roma se había caracterizado por una “organización comercial” que fue “preindustrial” y, a pesar de todo, “moderna”. Esto se referenciaba en la discusión que planteó Braudel sobre el capitalismo comercial en el periodo moderno temprano y la distinción, surgida de esa discusión, entre tipos de mercados según el grado de dominación ejercido, por ejemplo, por grandes productores. En este ensayo es de particular interés su crítica a Whittaker (que en la consideración de Carandini “anula el mercado en favor del dirigismo político y la mera subsistencia” mediante tesis que Carandini califica de “primitivistas”) y la opinión, poco común, de que el estado no fue una carga para la economía sino algo funcional a su existencia (¡esto en una discusión sobre Roma tardía!).21 En “L’ultima civiltà sepolta”, en cambio, la antigüedad tardía, antes que como un periodo histórico (contrastemos con Mazzarino, por ejemplo) se ve como un estado de entropía que se difunde inexorablemente desde una Italia en plena fase de deterioro en el siglo III hacia el norte de África bajo los vándalos, y hacia las provincias orientales desde fines del siglo VI (Carandini, 1993: esp. 19–22). El ensayo está colmado de metáforas biológicas y de un catastrofismo absoluto, con argumentos que chocan directamente con la evidencia arqueológica que empezó a desplegarse en los noventa y sin lugar a dudas a partir del 2000.22
Los comienzos de los setenta fueron evidentemente los días de gloria del minimalismo monetario, que habían empezado con un famoso artículo de Crawford en el que iba a concluir que “un sistema social y económico en el que el dinero acuñado juega un papel central como medio de intercambio, aunque existió en el mundo romano, no fue lo común”. Crawford, 1970: 40Éste era un argumento sobre la acuñación romana claramente diseñado para 1) minimizar su función como medio de intercambio, y 2) limitar hasta donde sea posible el ámbito del sector monetario de la economía. No solamente “el uso de dinero acuñado” estuvo en gran medida “limitado a las ciudades del imperio”, argumenta Crawford en su artículo, sino que “las ciudades del Imperio Romano sólo accidentalmente llegaron a adoptar dinero acuñado como su medio de cambio”.23 Crawford niega rotundamente que en el mundo antiguo haya existido una razón económica para “acuñar dinero”. Éste fue emitido solamente para “permitir al estado hacer pagos, es decir, por razones financieras”, y, “una vez emitida, la moneda volvía al estado mediante el pago de impuestos” (Crawford, 1970: 46). El modelo fue elaborado más acabadamente en un artículo posterior, donde leemos: “en el temprano imperio, el dinero fluía del tesoro hacia los soldados y funcionarios, desde ellos hacia los campesinos en pago por alimentos, de los campesinos de nuevo al tesoro a través del impuesto” (Crawford, 1975: 571). Obviamente, cuando en el curso del siglo III la moneda de plata se devaluó considerablemente y en forma reiterada, “el círculo monetario sencillamente perdió sentido”, y (¡aquí hay un gran salto!) “sin dudas al final fue completamente abolido por Teodosio I”.
Es este minimalismo monetario radical (que en el caso de Crawford hace abstracción de los decisivos cambios monetarios del siglo IV) el que pronto fue adoptado por Michael Hendy en su extenso libro sobre la economía monetaria bizantina, donde fue llamado “ciclo monetario” (Hendy, 1985: 606), probablemente para intentar explicar por qué Roma tardía y Bizancio tuvieron economías monetarias tan dinámicas. En suma, en el centro del cuadro que presenta Hendy sobre las relaciones monetarias en la antigüedad tardía y la edad media bizantina hay una tensión, según la describió Fergus Millar, “una verdadera contradicción … entre el interés numismático en la acuñación de monedas y el interés de historiador en la economía monetarizada y en la cuestión más amplia de los intercambios económicos en su conjunto. Porque no es para nada evidente qué tan importante fue el rol que jugaron específicamente las monedas recientemente acuñadas, incluso en el sector monetarizado de la economía”. Examinar el limitado interés del estado en acuñar monedas o sus objetivos no es lo mismo que estudiar las funciones económicas y los patrones de circulación una vez que las monedas han sido acuñadas.24 La distinción implícita en las palabras de Millar es fundamental y ha sido reafirmada recientemente por Michael Metcalf de la siguiente manera: “la historia monetaria puede dividirse en dos problemas, a saber, cómo y por qué se acuñaban monedas, y en segundo lugar, en qué se convertían después de haber sido puestas en circulación. La historia de la acuñación refleja la política gubernamental, mientras la circulación monetaria por lo general revela tendencias económicas más generales que en parte se sitúan fuera del control del gobierno.” (Metcalf, 2004: 28; lo destacado en itálica es mío).
Son estas “tendencias económicas generales” las que deben estar indefectiblemente en el centro de toda historia económica, ya sea de la antigüedad tardía o de cualquier otro período. Y si la arqueología actualmente marca una diferencia decisiva respecto a cómo debe escribirse la historia económica y respecto a la opinión que nos formamos, lo mismo ocurre con la historia monetaria. Esto fue comprendido por Mickwitz ya en los años treinta y condujo a una enorme y fundamental reevaluación del periodo bajoimperial que rompió decisivamente con las imágenes que transmitían los escritos de Rostovtzeff a fines de los años veinte. El empobrecimiento gradual, la decadencia del comercio, un estado basado en “la ignorancia general, la coacción y la violencia, la esclavitud y el servilismo”, un estado que era “una vasta prisión para veintenas de millones de hombres” son algunas de las sombrías formas en que Rostovtzeff caracterizaba el régimen económico y político desde Diocleciano en adelante (como si estuviera en realidad describiendo las reacciones de un “liberal” profundamente conservador frente a los horrores del naciente estalinismo) (Rostovtzeff, 1959: 523–4, 531-2). El distanciamiento de estos estereotipos fue sin embargo un proceso muy gradual, que abarcó décadas enteras, desde los años treinta hasta fines de los sesenta, y que estuvo jalonado por contribuciones relevantes aunque aisladas, al menos hasta que Peter Brown abrió las compuertas.25 Pero en la actualidad el péndulo ha oscilado tanto hacia el otro lado que los especialistas consideran valioso recordarnos que hubo discontinuidades en “la vida política, administrativa, militar, social y económica” (Ward-Perkins, 2005: 171), que el imperio se desintegró en las provincias occidentales, y que el siglo VII marcó un importante punto de inflexión al quedar las provincias orientales más ricas fuera del control bizantino. Estos enormes cambios tarde o temprano reconfigurarían radicalmente el mapa monetario de Europa, agotando las reservas de monedas de oro de Occidente (Blackburn, 1995: esp. 539 y ss.) y ocasionando en Bizancio una severa recesión –aunque temporalmente limitada– desde fines del siglo VII (Metcalf, 2001). Hasta estos periodos de contracción, que en un caso fue gradual e irreversible, y en otro más repentina y compactada en su duración, la economía monetaria fue la espina dorsal del imperio tardío, y la magnitud de la activa circulación de oro es seguramente el signo más elocuente tanto de la naturaleza de la actividad económica en estos siglos (IV a VII) como de sus impactantes niveles. El cuadro no podría ser más opuesto al de la “economía doméstica casi pura” y “las muy primitivas formas de vida económica” que postulaba Rostovtzeff (Rostovtzeff, 1959: 532). Quizás, como notó un especialista, “si la monetarización es una medida del volumen del comercio en la economía romana, entonces en el periodo tardorromano debió haber más comercio y no lo contrario.” (Ziche, 2007: 273).
Hendy, sin embargo, no quiso aceptar esto. Vagamente consciente, a principios de los ochenta, de que la “Nueva Arqueología”, como él la llamó, estaba empezando a demostrar la existencia de considerables flujos de comercio a través del Mediterráneo, francamente optó por desdeñar la evidencia (Hendy, 1985: 553). Ante una tradición de historia (la de Gran Bretaña) ya signada por un minimalismo autoafirmado, se puede decir que el suyo debe haber sido, posiblemente, el ejemplo más extremo de lo que Verboven describe como el determinismo cultural de Finley (Verboven, 2012: esp. p. 919). Aquí, frente a la evidencia de una economía monetaria pujante y una moneda de oro mantenida rigurosamente, estuvo su apriorismo respecto a cómo fueron en realidad las cosas: a partir de un pasaje de Cecaumeno sobre la “ideología de la autosuficiencia” (el “ideal” hubiera sido más apropiado), argumenta que “la existencia de este principio ideológico habrá significado que, dejando de lado el estado, quienes representaban las clases económicamente más poderosas del imperio deliberadamente restringían su participación en asuntos monetarios a la compra de lo que ellos y su entorno doméstico, que pudo ser muy grande, necesitaban o deseaban, pero de lo cual no podían proveerse de otro modo… y a la acumulación de una reserva necesaria” (Hendy, 1985: 567-568). Aquí “ideología” lleva un peso que no puede sostener, a saber, el de explicar la naturaleza de una economía que de una forma u otra cubrió el periodo de los siglos IV al XIV, y el de sugerir que en ella el rol de la moneda (por ejemplo, la vasta acuñación del siglo VI) al fin de cuentas fue una aberración. Aquí hay una grosera analogía con el dilema que Keith Hopkins también parece haber enfrentado, a saber, su admiración obvia por la magnitud de la circulación de moneda romana, la repetida referencia al “enorme crecimiento del suministro de dinero en Roma bajo los emperadores” o al “masivo crecimiento de la reserva de dinero” seguidas de la afirmación de que los emperadores “producían monedas como objetos económicos para facilitar el comercio y la tributación pero sobre todo como objetos simbólicos de ostentación y autoridad política” (Hopkins, 2009: 202).
Por consiguiente, junto a la producción en masa y la difundida presencia de clases comerciales, el dinero es el tercer elemento que debemos incorporar a un cuadro viable de la economía romana, a despecho del increíble aserto de que carecía de una función específica en el mundo antiguo o de la apenas menos incongruente afirmación de que se producía mayormente como objeto de ostentación. Roma, como se reconoce ampliamente en la actualidad, tuvo “una economía intensamente monetarizada” (Lo Cascio, 2008: 163) y parece improbable que esto no tuviera relación con la relativa sofisticación de los instrumentos financieros romanos (Harris, 2006) o con el volumen de la actividad comercial y la “pasión por los negocios”,26 que fueron aspectos reales de la historia social y económica de Roma en diferentes periodos. Al igual que el derecho romano privado o las disputas romanas sobre la naturaleza del dinero (Lo Cascio, 1986), éstos fueron, decididamente, elementos de proto-modernidad, anticipaciones de nuestro propio mundo histórico, aun cuando se preste a confusión caracterizarlos como “proto-capitalistas”, ya que esta categoría tiene una inequívoca carga teleológica y sugiere que tanto las clases como la economía en su conjunto tendían hacia un capitalismo pleno, lo cual está tan lejos de ser así que nadie lo ha discutido, menos aún Rostovtzeff, para quien el imperio tardío, en todo caso, era la muerte del capitalismo antiguo. Lo que sí vale la pena considerar seriamente es la afirmación de Ken Dark de que “la economía del bajo imperio estaba más intensamente industrializada que la de la Edad Media” (Dark, 1996: 14) y otras ideas relacionadas, como por ejemplo la idea de que el mundo romano estaba tecnológicamente más avanzado de lo que siempre han dado a entender doctrinas muy arraigadas,27 y que los mercados masivos que sustentaban la producción en toda una serie de industrias básicas no estaban impulsados únicamente por la demanda aristocrática.28 Por el contrario, la insistencia de Angeliki Laiou acerca de que los bienes semi suntuarios constituían un segmento importante del mercado, al menos en la economía urbana, sugiere una demanda mucho más amplia29 y encaja perfectamente con el tipo de clase media industriosa y moderadamente acaudalada que Anthea Harris encuentra en Sardes y que debió estar presente en una gran variedad de centros urbanos a lo largo del Mediterráneo, incluyendo por supuesto Constantinopla con sus almacenes de varios pisos densamente abarrotados, sus numerosos talleres y una “vasta población de habitantes”.30
La idea de que la vida económica de estas ciudades estaba constreñida por cierto étatisme avasallador es sencillamente absurda, como bien argumenta Jean-Michel Carrié (Carrié, 1994), y brota de los estereotipos que mencioné antes. Claro que es fácil leer las fuentes legales tardorromanas de manera acrítica y extraer un modelo de un sistema vincolístico tan apabullante en sus controles y escrutinios que redujo drásticamente las posibilidades de un mercado “libre”, poniéndole fin de manera eficaz.31 Pero esta idea clásicamente liberal de una edad oscura de Roma, promovida por el Iluminismo, deja de lado lo que de hecho fue central para la relación entre estado y aristocracia en el bajo imperio, a saber, el enorme poder de la aristocracia (mucho mayor de lo que conocemos para siglos anteriores) y las muchas formas en que el estado fortalecía ese poder32 y estimulaba la expansión del sector aristocrático. El ejemplo más notable es la forma en que el gobierno tardorromano impulsó la expansión de grandes propiedades privatizando a sabiendas vastas extensiones de fundi patrimoniales, llegando a veces a subastar estas propiedades.33 Pero la misma mezcla de las esferas pública y privada puede verse en otra serie de ejemplos, incluyendo el retorno de domini privados a la industria de ladrillos de la ciudad (Steinby, 1986, esp. 132–33, 157 y ss.) o los generosos donativos que ayudaron a consolidar una aristocracia en el entorno de la casa de Constantino (Anónimo, de rebus bellicis, 2.1–2), o el hecho de que el gobierno recurriera al subcontrato para la explotación de recursos como canteras, minas, etc. Por cierto, en aspectos cruciales hubo menos control estatal durante el bajo imperio, una cultura jurídica más sólida y de más amplio acceso y un juego más sutil de relaciones entre “lo público” y “lo privado”, como las que vemos surgir en forma más compleja e intrincada en el imperio de Justiniano, especialmente en la naturaleza peculiar de los kommerkiarioi tal como los entendió Oikonomidès, a saber, hombres de negocios surgidos en parte de la aristocracia comercial de la seda tras pujar exitosamente en lo que era en esencia la licitación de contratos comerciales, en los cuales el estado vendía el derecho monopólico a comerciar en amplios mercados regionales (más recientemente Oikonomidès, 2001). Nuevamente, aquí el gobierno en esencia estaba dejando en manos de intereses particulares la producción y el comercio de la seda, expandiendo así el ámbito de los negocios privados. Si los publicani de la República eran “empresarios privados que vivían en gran parte del estado” (Harris, 2008: 520), los kommerkiarioi bizantinos no eran muy diferentes. Ciertamente, la economía del imperio de Oriente en lo esencial estaba más cerca de la “economía marcadamente mercantil” reflejada en los registros de Geniza (Goitein, 1967: 116) que lo que pudo haberlo estado la economía de Rusia bajo el comunismo de guerra, o más tarde, bajo Stalin.
Por consiguiente, la idea de una integración entre negocio público y privado34 sería tal vez una forma más precisa de caracterizar la relación entre el capital privado y el sector estatal que cualquiera de los típicos clichés del dirigismo. El mundo romano y tardorromano nos presentan un amplio espectro de agentes económicos, desde banqueros, fabricantes, mercaderes mayoristas, contratistas de la construcción, empresarios, navieros y demás hasta una multitud de artesanos autónomos e incluso una masa aún mayor de trabajadores asalariados y esclavos. La Roma del siglo IV fue una sociedad que seguía basada ampliamente en la esclavitud (Harper, 2011), aun cuando dependiera de ella de manera menos vital que en la República y también estuviera difundido el trabajo asalariado. Estas tendencias de la sociedad tardorromana resurgen en forma incluso más pura en el imperio de Oriente, donde el carácter civil del régimen, su firme protección jurídica del ciudadano común35 y la muy amplia difusión de empleos burocráticos36 se combinó con la expansión del cultivo y del asentamiento rural, lo que hace que los siglos V y VI no parezcan tan diferentes a la Edad de Oro de los Antoninos. Hubo un auge de la construcción en todo el imperio de Oriente a medida que proliferaban las capitales provinciales, y los centros urbanos mismos tuvieron mayor expansión en los siglos IV y V.37 Lo mismo puede decirse del campo, donde la construcción de iglesias se convierte, después, en un claro síntoma de la vitalidad de la sociedad civil, y donde los esporádicos hallazgos de tesoros de la iglesia como el Tesoro de Sión datado en el siglo VI revelan la magnitud de la riqueza incluso en aldeas remotas como las de las montañas de Licia.38 La descripción de Rostovtzeff del “comercio y la industria” del imperio (en el capítulo 5 de su Historia social y económica del Imperio romano) podría fácilmente aplicarse a la antigüedad tardía, con los ajustes apropiados y un compromiso menos dogmático con el formalismo urbano romano clásico. El predominio de mercaderes mayoristas, el fuerte perfil comercial que desarrollaron los negociantes del Este, el compromiso del gobierno hacia “una estrategia de laissez-faire”, la descentralización de la industria, la estandarización de los bienes, el surgimiento de mercados masivos y la gran difusión de operaciones bancarias fueron todos rasgos reales del Mediterráneo antiguo tardío, incluso a pesar de la desintegración del imperio de Occidente.39 Los donativos del banquero Julianus a varias iglesias estuvieron por encima de los 50.000 solidi, y eso en una ciudad (Rávena) con una excepcional concentración de banqueros en los siglos V y VI.40 Cosentino sugiere que los argentarii hicieron el grueso de su fortuna cobrando comisiones por transacciones comerciales que involucraban diferentes monedas, aunque el financiamiento del comercio marítimo es otra posibilidad, dada la escala del tráfico de Rávena con el Mediterráneo oriental a través del puerto de Classe. Flavius Anastasius, el banquero de Constantinopla de quien dos cabecillas aldeanos de Afrodito tomaron en préstamo la suma relativamente pequeña de 20 solidi en el año 541 esperaba el reembolso en su filial (apotheke) de Alejandría.41 Para Mickwitz esto es una evidencia clave del carácter relativamente avanzado de las actividades bancarias en el mundo tardoantiguo.42 Asimismo los comerciantes de Alejandría asentados en centros provinciales como Oxirrinco probablemente eran representantes locales de filiales de compañías de Alejandría que operaban con materias primas de exportación como el lino.43 A fines del siglo XI Alejandría exportaba entre 5.000 y 6.000 toneladas de lino en bruto a mercados del Mediterráneo (Udovitch, 1999). Cuando volvemos a la evidencia de la antigüedad tardía, sin embargo, simplemente no hay manera de saber cuánto lino se cultivaba en Egipto, pero debe haber sido una cantidad sustancial.
El hecho económico más sorprendente sobre la antigüedad tardía es que en base a la abundante evidencia numismática y papirológica y a las fuentes escritas se puede afirmar que hubo un incremento en el “valor per capita del stock de dinero” (Britnell, 1995: esp. 12-13, y Mayhew, 1995), más dinero en circulación por habitante que en ningún otro periodo previo en la historia romana, el grueso en forma de oro. Y nuevamente, en los términos generales de Rostovtzeff, sería razonable argumentar que la base de esta expansión es un gran crecimiento del comercio y la manufactura impulsado por el incremento de la urbanización, el crecimiento de la población (un aumento global neto), sucesivos auges de la construcción, enorme gasto estatal, etc. En el reinado de Justiniano el suministro de grano de Egipto ascendió a unas 240.000 toneladas y esta cifra sorprendente representaba incluso probablemente menos del 15% del producto bruto de ese país. Cereales, vino, aceite de oliva, lino, lana, seda y otros textiles, cerámica, vidrio, metal, materiales de construcción, sal, especias, pescado en escabeche, incluso joyería y bandejas de plata eran comercializados en enormes cantidades, frecuentemente para una gama de segmentos del mercado. La fabricación, el comercio y la elaboración de productos alimenticios estaban diseminados por el Mediterráneo en toda clase de locaciones, desde los grandes mercados del imperio de Oriente, como Constantinopla o Alejandría, hasta importantes centros urbanos, pequeñas ciudades, aldeas, fincas, monasterios y lugares costeros aislados. Ésta es la única manera de darle sentido a la arqueología y de explicar los enormes flujos comerciales reflejados en los “miles y miles de fragmentos de cerámica” encontrados a lo largo de todos los sitios tardoantiguos y tempranomedievales.44 La síntesis más reciente sobre evidencia cerámica de comercio en el Mediterráneo oriental sugiere que los contactos a través del Egeo fueron sostenidos al menos hasta la segunda mitad del siglo VII, que Constantinopla retuvo sus vínculos comerciales con África durante todo el siglo VII y que en efecto continuó “drenando bienes orientales hacia al norte” a fines del siglo VII.45 Esto plantea la cuestión de qué tanta continuidad hubo entre los puntos de inflexión de los siglos VII y VIII y de qué manera esa continuidad se consolidó o funcionó; pero estas son cuestiones para otra conferencia. El siglo VII fue una línea divisoria entre historias económicas muy diferentes, y nociones como continuidad, crisis, declinación y demás no son suficientemente distintivas (no tienen la suficiente fuerza como conceptos) como para capturar las evoluciones divergentes en juego. Quizá la mejor manera de reformular el problema de la “declinación” y evitar sus implicancias catastrofistas sea pensar la historia económica antigua marcada por ciclos, y ver el final del siglo VII como el comienzo de una contracción cíclica que fue propia del truncado imperio bizantino y no de los territorios que quedaron bajo control árabe o los del occidente merovingio.
* “Mass Production, Monetary
Economy and the Commercial Vitality of the Mediterranean”.
Conferencia presentada
en el III Encuentro Internacional de Investigadores Jóvenes
sobre Sociedades Precapitalistas, Ensenada, CESP, 3 y 4 de agosto de
2015. Este trabajo forma parte del capítulo introductorio a
una compilación de ensayos del autor, de próxima
aparición: Banaji, J. (2016). Exploring the
Economy of Late Antiquity: Selected Essays. Cambridge:
Cambridge University Press.
Traducción
de Laura da Graca.
1 Dark, 1996 y 2001 son trabajos fundamentales y deberían estimular el debate. En el segundo de estos trabajos Dark se refiere a la “existencia de una economía protoindustrial altamente desarrollada en el temprano Imperio Romano” (Dark 2001: 25).
2 Por ejemplo Wilson, 2002, esp. pp. 17–23, describe la extracción masiva de metal de minas en España y otros lugares.
3 Ver Wilson, 2008. Marzano, 2013 estudia actividades pesqueras de gran escala; Étienne, Makaroun y Mayet, 1994: 164 calculan una exportación anual de dos millones de ánforas tipo Dressel 14 para un gran complejo salino en el estuario de Sado, al sur de Lisboa. Volpe, 1996: 168 estima que la villa romana de San Giusto tenía una capacidad de producción anual de 36.000 litros de vino, y Mattingly, 1988 documenta capacidades aun mayores de producción de aceite de oliva.
4 “Una multitud de pequeños talleres junto a algunas grandes firmas” (Mayet, 1984: 216).
5 Éste es básicamente el modelo que desarrolla Margareta Steinby. Ver Steinby, 1982 y 1993.
6 Cf. Varro, RR III.xvi.11, ut magnos capiam fructus, y ver Purcell, 1995.
7 Ver Machado, 2012.
8 Anónimo, de rebus bellicis, Praef. 6 (Thompson, 1952: 92).
9 Baldacci, 1967: 289; Bloch, 1939: 37–40 (grandes mercaderes de vino del Sahel).
10 Symmachus, Relatio 29 (Barrow, 1973: 162).
11 CJ 4.59.2 (483) con especial mención a los maestros constructores y artesanos del comercio de la construcción.
12 Salviano, de Gub. Dei IV.69 (Lagarrigue, 1975: 288), esp. negotiatorum et Syricorum omnium turbas.
13 Firmicus, Math. III.x.1 (Monat, 1994: 101).
14 C. Caeionius Rufius Volusianus Lampadius, prefecto urbano en 365, tenía un taller del mármol en Ostia, cf. Becatti, 1948: 31. Sobre embarques cf. IGR I, Nº 416 (Baiae), Elpidios naukleros Symmachon ton lamprotaton enthade keitai; sobre canteras de piedra, CTh X. 19. 8 (376).
15 Sangineto, 2001: esp. 226 y ss. describe el trasfondo de las nuevas haciendas como una prolongada reestructuración que llevó a una fuerte concentración (p. 218 y ss.)
16 Lo infiero de una breve referencia en Saguì, 2002: 32.
17 Jones, 1974: 88; publicado antes en Antiquity 33 (1959).
18 Sobre los “conceptos económicos modernos” ver el siguiente pasaje de Hopkins en el que parece ser su último artículo publicado: “pero todavía tengo colegas (y el fantasma de mi maestro Moses Finley en mi conciencia) que creen que es imposible o al menos infructuoso utilizar conceptos modernos para analizar la economía preindustrial “incrustada”. Para ellos, la economía antigua era un sistema cultural, dominado por consideraciones no racionales de estatus y ritual y por ende inmune al frío análisis racional”, Hopkins, 2009: 200; el destacado en itálica es mío.
19 Ver los cálculos aproximados de Braudel del tonelaje total del transporte por el Mediterráneo (Braudel 1975: 445 y ss).
20 McCormick, 2001: 119. Cf. “La tendencia general del mundo económico romano desde c. 200 al 700 fue hacia la declinación” (McCormick, 2001: 30).
21 Carandini, 1986: esp. 10 y ss.
22 El caso más extraordinario es la descripción de la Siria del siglo VII como más parecida a la Galia merovingia (lo que sea que eso signifique) que a la provincia romana del siglo V. En contraste Walmsley, 2007.
23 Crawford, 1970: 45. Para una crítica anterior ver Lo Cascio, 1981.
24 Millar, 1988: 199; lo destacado en itálica en último lugar es mío, lo demás de Millar. Millar también destaca la deuda de Hendy con el artículo de Crawford del Journal of Roman Studies.
25 Es de notar la descripción de Brown de The World of Late Antiquity (1971) como “un libro de fines de los 60”, en Brown, 1997: 22.
26 Cicero, Pro Sulla 58: studium negoti gerendi. Para la antigüedad tardía, cf. Salonius, In parabolas Salomonis expositio mystica, esp. PL53.987C: “cuanto más riqueza se acumula, más se siente la pulsión de seguir expandiéndola”; o la descripción de Ambrosio de los mercaderes como “esclavos de su capital”, De officiis 2.67 (Davidson, 2001: 304).
27 Ver Wilson, 2002 (n. 2); Schneider, 2007. Incluso las joyas se producían “con la ayuda de técnicas mecanizadas”, cf. Campbell, 2000: 72.
28 Cf. Purcell, 1985, esp. pp. 13 y ss. sobre los mercados masivos de vino en Italia en el temprano imperio.
29 Ver especialmente Laiou, 2013, que empieza con una crítica a Finley.
30 Ammianus 31.16.7: incolentium plebem immensam (¡en el 378!). La “democratización” de la demanda que Laiou discute en el contexto bizantino medieval sin dudas también se puede aplicar a los siglos IV, V, VI y VII, incluso teniendo en cuenta los estragos de la plaga.
31 Serrao, 1993 (n. 42) parece hacer precisamente esto, dejándose llevar por el catastrofismo de Carandini antes que por su propio buen sentido como historiador de las leyes.
32 Tomemos el fascinante ejemplo de derecho familiar discutido por Hillner, 2013: esp. 28 y ss.
33 CTh. 11.62.6 (384), 5.14.30 (387–88?), CJ 11.70.4 (395–402), Nov.Val. 10 (441), que se refieren conjuntamente a un derecho a controlar las haciendas en virtud de inversiones en yermos, donaciones del emperador o compras. CTh. 5.16.32 (408–11) sugiere que las ventas despojaban a la domus divina de su patrimonio y deberían cesar.
34 Cf. Procopius, HA XX.5 sobre los monopōlia de Justiniano, en los cuales la asociación está implicita sin lugar a dudas.
35 Honoré, 2004. La gran excepción, claro, fue que los trabajadores residentes estaban más firmemente ligados a las haciendas que en el pasado. Esto no los hizo “no libres” (como era el caso de los esclavos) pero representó un ataque a sus libertades civiles.
36 Los papiros bizantinos están plagados de empleados de gobierno con bienes rurales y urbanos, por ejemplo los estratos más prósperos de la burocracia provincial poseedores de huertos valuados en cientos de solidi, cf. P.Oxy. LXIII 4394 (494–500), que representan los tratos comerciales de una camarilla de servidores públicos residentes en Alejandría.
37 Por ejemplo Foss, 1976: 51.
38 Boyd, 1992: 18 donde dice: “las aldeas rurales, incluso las más remotas, deben haber sido bastante ricas”.
39 La lista está tomada de Rostovtzeff, 1959: 158 (mayoristas), 169–70 (ventaja competitiva), 170 (laissez-faire), 173 (dispersión de la industria), 175 (estandarización), 179 y ss. (actividad bancaria).
40 Cosentino, 2006: esp. 44 (liberalidad), 44-45 (concentración de banqueros).
41 Keenan, 1992, discute el P. Cairo Masp. 67126.
42 Mickwitz, 1936: 64, donde apothēkē se interpreta como una filial comercial (“die Filiale”).
43 Más recientemente P. Oxy. LXXII 4918 (March 494-496), que involucra al mismo mercader local (“de la gran ciudad de Alejandría”) que P. Oxy. VIII 1130 (484). En ambos contratos se recurre a préstamos para asegurar el suministro de lino.
44 Loseby, 2006: 608; Ward-Perkins, 2005: 88 y ss. describe la impresión causada por “cantidades masivas” de cerámica romana de alta calidad, y argumenta: “si la cerámica de buena calidad llegaba incluso a los hogares campesinos, entonces es casi seguro que lo mismo ocurría con otros artículos elaborados con materiales que difícilmente sobreviven en el registro arqueológico… Por ejemplo, no hay razón para suponer que los grandes mercados de prendas de vestir, calzado y herramientas fueran menos sofisticados que los de cerámica” (Ward-Perkins, 2005: 94).
45 Abadie-Reynal, 2010: 27, 28, 32.
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Recibido: 10 de septiembre de 2015
Aceptado: 10 de noviembre de 2015
Publicado: 9 de diciembre de 2015
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