Sociedades Precapitalistas, vol. 4, nº 1, diciembre 2014. ISSN 2250-5121
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Historia Social Europea

 

Editorial

 

Carlos Astarita

 

El 14 de noviembre murió en Estados Unidos Tulio Halperin Donghi. La noticia conmovió al ambiente intelectual del país, lo que mostró que su influjo se ha extendido más allá de las fronteras disciplinarias. Se sucedieron los memorándums laudatorios de los que se alinean en su mirada historiográfica y política (o en sus proximidades) así como de aquellos que no la comparten y aun de los que han sido blanco de su afilado sarcasmo en la polémica. Se destacó su aporte para comprender el pasado argentino y americano.

En los aplausos se dejó de lado su pionera contribución a la historia económica y social en general, y ligado a ello su investigación sobre los moriscos valencianos. Estas dos cuestiones se tratarán aquí someramente, aunque en verdad merecen un análisis monográfico. Es un reconocimiento a una obra que marcó un antes y un después, y sirve de prolegómeno para presentar el contenido de este número.

El asunto puede iniciarse desenvolviendo los recuerdos que el propio Halperín ha rememorado en 2008, cuando las universidades de Valencia y de Granada reeditaron, al cabo de más de medio siglo y sin modificaciones, la edición original de su estudio sobre los moriscos valencianos, lo que constituye una prueba contundente de que esa tesis entró en la categoría de los clásicos (hubo otra edición valenciana en 1980). Halperín revivió para su nueva edición las circunstancias que lo llevaron al tema.

En principio debe tenerse en cuenta el escenario de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires a mediados de la década de 1940, cuando Halperín decidía encauzar profesionalmente su vocación. El gobierno peronista había expulsado a sus opositores, y en la pobrísima carrera de historia solo se destacaba Claudio Sánchez Albornoz, a quien el joven aspirante a historiador no dudó en acercarse. Fuera de la universidad estaba José Luis Romero que también ejercería su influencia. En esas circunstancias la lectura del libro de Fernand Braudel sobre el Mediterráneo en la época de Felipe II le reveló un modo de hacer historia hasta entonces no imaginado, y sobre esto debería notarse que un similar impacto fue evocado por otros jóvenes del momento como Eric Hobsbawm, Rugiero Romano, Frederic Mauro o Pierre Chaunu. Ese deslumbramiento lo llevó a Francia, a la memorable Sexta Sección de la École Pratique des Hautes Études que dirigía el mismo Braudel. Experimentaría allí la sensación de participar de la creación de una nueva forma de trabajo, la historia económica y social.

Braudel, que en un artículo publicado en 1947 había visto la historia de la Valencia morisca como problemática colonial (los moriscos eran cristianos desde que los agermanados los obligaron a convertirse en 1519-21), le recomendó el tema para su doctorado, y en cuanto descubrió las excepcionales condiciones de su discípulo consiguió los recursos para que viajara a España. Concurrió así al Archivo General de Simancas y al del Reino de Valencia, y defendió finalmente la tesis en Argentina bajo la dirección de Sánchez Albornoz.

El resultado de esa investigación se sigue admirando más de medio siglo después de publicada en Cuadernos de Historia de España (N°s 23-24, 1955, pp. 5-115 y N°s 25-26, 1957, pp. 83-250). Ante todo marcó un cambio profundo en relación con los historiografía española sobre el tema, y por eso Manuel Ardit afirma ahora que fue el “primer estudio serio” sobre los moriscos valencianos, felizmente no condicionado por los prejuicios. Era un asunto efectivamente aprisionado en una ideología valorativa acerca de condenar o no la expulsión de 1609, siendo precisamente esa expulsión el único problema en consideración. En esto entraban a tallar los conceptos de que se trataba de intolerancia religiosa o de cuestión nacional. Halperín sobrepasa esta dicotomía proponiendo una investigación que emplea ciencias vecinas a la historia, procedimiento que se haría familiar en la disciplina pero que era inusitado en ese momento.

El encuadre es braudeliano en su diseño y concepción. La geohistoria en la que se desarrollarían las estructuras tiene el protagonismo inicial para describir las tierras regadas, las secas (con sobrepoblación por los moriscos) y la tierra de marjal (zonas húmedas cerca del mar). La economía de huerta con cultivos especializados, que se complementaban con los graneros, así como la morera vinculada a la producción de seda, y el gran comercio, forman parte de la descripción. Pasa luego al análisis de la demografía, del hábitat, de la economía, de las relaciones sociales, y de todo lo que hacía a la situación de los moriscos en el siglo previo a la expulsión, resaltando la mala situación de los jornaleros y la pobreza general de las aljamas. En esa línea confecciona mapas de la evolución de la población valenciana de 1565-72 a 1609, mostrando el vertiginoso aumento de los moriscos, que llegaron a ser un tercio de la población; del último año mencionado obtiene una fotografía, y otra vez exhibe la dinámica que se dio entre 1609 y 1646, todo ello con un minucioso registro localidad por localidad. Este análisis le permite detectar una comuna cristiana separada de la aljama morisca, lo que influyó en el conflicto, así como áreas de concentración morisca, entre ellas al sur del Júcar, donde las aldeas de cristianos viejos eran escasas dando lugar a una situación colonial; también le permite apreciar en el largo plazo los cambios de estructura y de comportamientos sociales, como el de los cristianos viejos pertenecientes al pueblo bajo que se apresuraron a ocupar las tierras que los moriscos habían tenido que abandonar. No oculta el respaldo erudito de sus elaboraciones ni la transcripción de testimonios reveladores. El maridaje de la historia con las ciencias sociales, en especial con la geografía histórica, sirve al análisis documental.

Examina también documentación que hasta entonces había sido poco frecuentada. Por ejemplo, a través de los censales dedicados al crédito hipotecario muestra que prestaban los clérigos, los notarios, los magistrados y hasta las viudas, lo cual se explica porque eran inversiones para pequeños capitales. Un punto central es la explotación a la que la minoría estaba sometida y el ascendiente político de la nobleza tras el fracaso de las germanías, aclarando su sofisticado mecanismo de dominación. En este sentido detecta que el sector rico de la aljama tenía una dualidad que el medievalista reconoce hoy en la élite de las comunidades campesinas en general, en tanto era aliado y auxiliar de los señores frente a la masa morisca, pero también representaba las aspiraciones de esa masa. En el caso de su estudio el asunto se teñía de una superior complejidad en la medida en que esos notables de la aljama eran el soporte de la continuidad religiosa musulmana (se cumplía el Ramadán, la circuncisión, se degollaban las reses a la manera musulmana, etc.), lo que era un motivo de preocupación para las autoridades cristianas. En este punto se interna Halperín por esas prácticas que podríamos hoy considerar tan culturales como religiosas (o incluso más culturales que religiosas) y que son materia de estudio de los antropólogos. Retiene detalles significativos que el positivista obsesionado por los grandes hechos seguramente no hubiera recogido. Por ejemplo habla de un morisco que había sido detenido y se sentó sobre sus talones, lo que indignó a los jueces sin que el procesado sospechara de que esa actitud era una profesión de fe para las autoridades cristianas.

Esa percepción cercana a la micro historia, muy reveladora en tanto ve en esa tradición musulmana un modo de resistencia (es un importante matiz que en ese entonces el historiador no solía notar), alterna con la más amplia consideración sociológica que le permite alegar que las germanías fueron una revuelta de artesanos urbanos de buena posición económica, perspectiva que confirman los estudios que en tiempos posteriores se han sucedido acerca de esas revueltas con motivación estamental. Los señores por su parte no tuvieron una actitud uniforme, y en esto Halperín anticipa el seguimiento fenomenológico de conductas sociales del que hará gala en trabajos posteriores sobre historia argentina. A los señores les interesaba que el conflicto entre los moriscos y la Iglesia se mantuviera porque era una forma de mantener en sus manos a los cristianos nuevos que necesitaban de su protección. Otro plano estuvo en el antagonismo de esos terratenientes con la Inquisición, que con sus persecuciones a los moriscos precipitaba la emigración en masa de éstos hacia Argel y Túnez, privando al reino y a los señores de su principal sostén.

Aun cuando usa un instrumental sociológico, el diseño no es el de la sociología histórica. Rechaza comenzar por un modelo del que los hechos serían su representación, y a la usanza del historiador clásico sigue esos hechos para pensar sobre ellos. De esa manera devela el desarrollo cambiante del proceso, y sus reflexiones se atan a ese seguimiento, con lo cual plasma una historia no separada de los fundamentos empíricos de la disciplina. Se representa ese obrar en la descripción de una cara del alzamiento: los nobles abandonaron su actitud filo morisca cuando la lucha social (que comprendió la quema de fortalezas) alteraba las oposiciones, eje que volvió a variar cuando, pacificada la tierra, pretendieron conservar su mano de obra y retornaron a su conducta protectora de los moriscos. El acontecimiento incorporado a la situación económica y social rige el análisis, sin caer por ello en l´histoire événementielle que Braudel con sus colegas de escuela había condenado, aunque en esta recepción del hecho político descuella por sobre su maestro.

No dejó de advertir atributos que al moldear una mentalidad contribuyeron al conflicto, y en ciertos momentos anticipa esbozos que han tenido un amplio desarrollo posterior. Por ejemplo, indica que los cristianos estaban tan interesados en preservar su identidad como lo estaban los moriscos, con las consiguientes barreras de diferenciación, siendo para ellos un asunto secundario la difusión del Evangelio. También habla de la construcción del estereotipo mediante una propaganda anti morisca que agrupando aspectos reales e imaginados incluía el uso de vestiduras muy baratas, la costumbre de ir en grupos por las calles, el consumo desenfrenado de hortalizas, el comer cosas viles, el pelear a los gritos (lo que derivaba de “su pleytista Mahoma”) y sobre todo la lujuria. Se coreó entonces la acusación de que vivían con “una sencillez que bordeaba la barbarie”, alimentando un resentimiento en el pueblo que veía a esos cristianos nuevos como gente dispuesta a reducir el nivel de subsistencia a lo mínimo indispensable, vegetando con menos de lo que necesitaba el cristiano viejo, y al reducir la parte de su reproducción se ofrecía como una mano de obra pasible de ser sobre explotada. En el círculo de móviles y efectos mutuamente relacionados descubre el sendero ascendente de un antagonismo que se transformaba de religioso en racial. De manera paralela se pasaba a una sociedad represora que culminaría en la expulsión, aunque ésta no fue gratuita porque los moriscos se levantaron en una reacción que Halperín capta con colores muy vivos.

En fin, solo se exponen aquí algunas pinceladas que tratan de reflejar algo de la riqueza de una obra que es desde todo punto de vista de muy recomendable lectura. En un plazo mediato resultó ser el hito fundador de un linaje de magníficos historiadores consagrados al tema. En el mismo período investigaba Henri Lapeyre, tarea que dio por resultado su Géographie de l´Éspagne morisque editada en 1959, Joan Reglà publicaba en artículos sus investigaciones sobre los moriscos de Valencia, mientras que Julio Caro Baroja lo hacía sobre los de Granada, y la indagación fue seguida por los no menos reconocidos Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent. Junto a estos nombres brilla hoy el de Halperín Donghi en un contexto donde los análisis de fenómenos coloniales y de sectores subalternos han revivido el interés sobre el tema.

De la actualidad volvamos al momento en que esa tesis se publicaba para arriesgar la hipótesis de que posiblemente haya constituido la primera manifestación en Argentina del tipo de trabajo histórico que se abrió paso en los años posteriores a 1950, y que durante un cuarto de siglo por lo menos marcaría a una buena parte de la vanguardia de la disciplina a nivel mundial. Al respecto debe recordarse que la innovadora tesis de Georges Duby sobre la región mâconnaise en los siglos XI y XII, con ciertos parámetros similares a los que elaboró Halperín, fue publicada en 1953. Esta posición del análisis de Halperín en la historiografía nacional y extranjera pone de relieve su real alcance, y por eso es muy curioso el olvido de este aporte. La omisión no solo se ve en los últimos recordatorios, lo que podría disculpar el apuro del periodista, sino también en los expertos que hace algunos años se reunieron para Discutir Halperín.

Teniendo en cuenta estos atributos, la contribución que se acaba de comentar fue un punto trascendente en la creación de una nueva forma de estudiar el pasado en nuestro país. Ese ensayo no cayó en el vacío sino en el medio institucional que se constituyó en la década posterior a 1955, situación abortada por el golpe militar de 1966, aunque hubo posteriormente una discontinua y frágil persistencia de ese impulso renovador hasta que el asalto fascista contra las universidades nacionales de mediados de 1974 y el golpe militar de 1976 clausuraron definitivamente ese ciclo. En lo que ahora nos interesa prosperó entre 1955 y 1966 en la Universidad de Buenos Aires un escogido grupo de historiadores nucleados en la cátedra de Historia Social General de José Luis Romero, entre los que se contaron Reyna Pastor, Alberto Pla, Ernesto Laclau y el mismo Halperín. Impulsaron la historia económica y social que el último de los nombrados había anticipado. El grupo era heterogéneo, y las trayectorias posteriores de cada uno así lo demuestra, aunque su sentido unitario surgía de la necesidad de abrirse paso en oposición al positivismo dominante. El análisis documental lo abordaron con las ciencias sociales vecinas de la historia, la bibliografía llegada del exterior y los grandes esquemas. Esa actividad culminaría en 1967 con la publicación de La Revolución burguesa en el mundo feudal de José Luis Romero, que sería la más alta expresión de esas elaboraciones, aunque diferenciada de otros estudios de historia social por su mayor contenido cultural.

Con estas notas se pretende subrayar que la actual práctica historiográfica que se desarrolla en Argentina, orientada a la dinámica profunda que discurre por detrás de los acontecimientos para interpretar mejor el acontecer de superficie, fue anticipada por Halperín Donghi. Cabe preguntarse también si el nacimiento de esa rama de la historiografía nacional no tiene una deuda contraída con su libro sobre los moriscos (y es innegable que los estudios de Halperín sobre historia argentina son deudores de su trabajo pionero). En esta tónica sería deseable saber si ese estudio influyó en los docentes de la célebre cátedra de Historia Social General o entre los que estaban en sus cercanías metodológicas. Debería contemplarse asimismo si en ese supuesto influjo se incluyeron los jóvenes estudiantes de los primeros años de la década de 1960 que fueron los profesores que dirigieron la renovación posterior a 1983. Esa encuesta posiblemente confirme ciertas conexiones que se vislumbran pero que es necesario probar. Así por ejemplo, los estudios sobre estructura productiva y dinámica demográfica en Castilla y León en la Edad Media o sobre los mozárabes de Toledo, que realizó Reyna Pastor con sus jóvenes colaboradoras en los años 1960, serían materia prima de ese análisis.

Esta revisión nos transporta entonces a lo que hoy le debemos a Halperín en un sentido básico, sin que por eso dejemos de saludar los avances críticos sobre su obra. En esta dirección deberá entenderse que el valor de esa obra no pasa por cuestiones de indudable jerarquía pero que no hacen a la verdadera entidad de su legado, como puede ser la existencia o no de un campesinado rioplatense colonial. Su aporte se sitúa en otro plano, dado por el procedimiento mismo, y en esto su edificio parece muy sólido con prescindencia de la enmienda que deba hacerse en alguna habitación. La crítica debería orientarse a la superación de lo que existe en el sentido hegeliano del cambio que anula y preserva (Aufheben o Aufhebung). Sobre esto es preciso eludir dos despeñaderos simétricamente infecundos. En uno está el endiosamiento del gran historiador, y ese peligro amenaza a una obra venerada por los incondicionales que creen que su oficio es repetir verdades reveladas. En el otro extremo pueden llegar a situarse los que revisando algún aspecto de su trabajo lo desdeñen in toto. Es algo esperable porque la marcha de la historiografía es modificación parcial de los pequeños paradigmas logrados por la investigación precedente, y ese cambio a veces arrastra abusivamente al conjunto.

Una de esas revisiones la ofrece en este número Lucio Mir analizando el papel de la élite porteña en la economía de 1650-1750. Resitúa el papel de la gran explotación ganadera en el modelo de acumulación, y reduce el papel jugado en el proceso por el comercio, mientras que según el criterio predominante establecido por Halperín, la élite porteña habría tenido un papel de intermediación entre el tráfico atlántico y la ruta del Potosí, sin contemplar la cuestión agraria. Por el contrario, Mir defiende la imagen de una élite porteña abierta a múltiples negocios, a lo que se agregaba a veces el ejercicio de cargos públicos, y que desde mediados del siglo XVII tenía explotación pecuaria y realizaba inversiones en tierras.

Debe notarse que las actividades múltiples y combinadas de las élites urbanas o de la tierra es un tema muy actual en los especialistas de historia europea en las épocas medieval y moderna. En otro punto se conecta este análisis con una preocupación tradicional de esos mismos historiadores como es el de la relación entre evolución interna de un área y el comercio externo. Al respecto la estampa que muchas veces se ha fijado un tanto rígida sobre el capital comercial en otros períodos y regiones se puede rectificar o por lo menos flexibilizar, en tanto el capitalismo comercial que estudia Mir no se apartaba de la inversión en tierras, aun cuando tampoco se apropió de la producción. El autor nos muestra entonces una situación un tanto oscilante o híbrida.

Con una problemática contigua Juan Gabriel Flores aborda el mercado colonial de abastecimiento a fines del siglo XVIII y principios de la centuria siguiente. Allí el precio surgía de una puja entre el Cabildo y los corraleros, que eran intermediarios entre los productores y los corrales de Buenos Aires donde se hacía la faena del ganado.

Aborda una cuestión de orden teórico recurrente en nuestros estudios. Se trata de los marcos regulatorios del mercado, lo que replantea el funcionamiento o no de la ley del valor mercantil (o de su funcionamiento imperfecto, lo que en la Edad Media se tradujo en la inexistencia del trabajo abstracto y en el no concepto de trabajo). En estos casos se daría una transferencia de plusvalor a partir de una explotación encubierta bajo una forma comercial. Se observan aquí mecanismos de conexión entre capitalistas comerciales intermediarios (los corraleros) y los productores. Las barreras extra-económicas impedían el libre juego de oferta y demanda y el pleno funcionamiento del mercado.

En los dos artículos que se mencionaron se opera con categorías extraídas de estudios sobre otras áreas y momentos. Si los autores se beneficiaron con lecturas que estaban fuera de su especialidad (Mir utiliza categorías de John Merrington por ejemplo), es deseable que estas elaboraciones nutran a especialistas de otras áreas.

De la economía pasamos a la ideología y a las representaciones con César Rizzuto, que examina la presencia del diablo en la revolución de los comuneros castellanos de 1520-1521. Este uso político del diablo como organizador de revueltas contra la monarquía presenta en un caso particular una idea de muy larga duración, desarrollada entre los siglos XII y XVII en la cultura europea. La colaboración se sitúa así en un aspecto de los conflictos sociales en sociedades precapitalistas, la del diablo como figura de la sublevación, que se vincula con la del ángel caído que se rebela contra Dios. El tema se enlaza con una cuestión ya tratada en nuestra revista en relación con Jacques Le Goff, referida a la omnipresencia del demonio en la Edad Media y su utilización en las luchas sociales, como hicieron los burgueses de Sahagún a comienzos del siglo XII. Allí la acusación de acciones diabólicas era tanto proferida por los insurgentes como por los monjes.

Otro aspecto que se vincula con cuestiones que enfrenta el medievalista está en la existencia de rastros de vocabulario antiherético entre los opositores a los rebeldes, aunque éstos no hayan sido condenados como herejes. Esto reabre la duda sobre la existencia de herejías en España (lo que muchos niegan con énfasis) y más aun nos lleva a interpelar al concepto mismo de herejía. Para decirlo con una sola pregunta: una práctica y un discurso orientados contra la mediación sacerdotal, ¿pueden ser considerados como no heréticos solo porque no fueron denominados como tales?

Una última consideración se impone sobre este artículo. César Rizzuto trabaja en la Universidad de Buenos Aires bajo la dirección de Fabián Campagne, profesor titular de Historia Moderna. El tema y la calidad de la investigación no son casuales. Se vinculan con el hecho de que esa cátedra se ha convertido hoy en un centro de primer orden para el análisis de fenómenos culturales de la Época Moderna. Ello se debe a una tradición inaugurada por la erudición de José Emilio Burucúa (que tuvo un antecedente en Ángel Castellán), herencia que ha continuado de manera sobresaliente Campagne. Estas precisiones contribuyen a dibujar el mapa argentino de los estudios europeos.

Sara Daiane da Silva José compara el Apocalipsis siríaco de Daniel del siglo VII con el libro canónico de Daniel. Muestra la influencia de este último en la visión apocalíptica posterior. Es un tema recurrente para los medievalistas, y el conocimiento de las fuentes del apocalipsis no deja de ser un asunto de interés.

Por último Juan Manuel Gerardi comenta la obra de Jerry Torner. Para los editores de SP, preocupados por los intercambios entre especialistas de distintas áreas de la historia social, esta obra es un acontecimiento a celebrar. Incorpora al Imperio romano a la tradición de estudios sobre la cultura popular de Peter Burke, Edward Palmer Thompson y James Scott entre otros.

Al riguroso comentario de Gerardi, que apunta al corazón argumental, puede agregarse la glosa del medievalista que recorre las páginas buscando las cuestiones que le presentan sus fuentes. Un enunciado ilustra la importancia que halla en este libro.

Torner nos advierte, a pesar de la oscuridad informativa, que el vínculo padre hijo en el interior de la casa productiva era vehículo de instrucción, y un oficio representaba una “especie de paideia de los pobres”. Es un aspecto a tener en cuenta que ilumina al aprendizaje medieval para épocas tempranas en que no conocemos nada del vínculo íntimo del taller (los contratos de aprendizaje son relativamente tardíos). En otro plano los medievalistas y modernistas ven constantes mecanismos de exclusión de los instalados, y Torner revela que era un rasgo compartido por la economía de la Antigüedad clásica romana. Sabemos asimismo después de su lectura que las carestías y la escasez de alimentos desencadenaron disturbios en la Antigüedad como los que se desencadenaron desde la baja Edad Media en adelante. Se ha mostrado por otra parte que en tiempos anteriores al capitalismo la reiteración de embarazos era objetivamente necesaria ante la elevada mortalidad infantil para mantener determinado nivel de crecimiento vegetativo, lo que planteaba una encrucijada de la unidad doméstica y la demografía que se traducía en una necesaria presión sobre la mujer para que procreara y tuviera hijos. Torner expone esto para la sociedad romana. El medievalista también sabe o intuye que los que se embarcaban en una cruzada de pobres y los ¨mancebos” que se prendían en un revuelta comunal tenían sobre sus espaldas una experiencia de compleja interacción en los márgenes. Torner de nuevo nos revela que en la Antigüedad hubo en esa población periférica una combinación de holgazanería, encuentros, conversaciones, borracheras en conjunto, reyertas, robos, estrategias de sobrevivencia, diversiones comunes y otras experiencias de vida. En relación con esto, las piedras de luchas sociales que ocasionalmente se encuentran en crónicas medievales las muestra Torner como un arma de la multitud desarmada y concluye en que “el recurso último de la justicia popular era el apedreamiento”. El odio a los prestamistas, que tuvo mucho que ver en el surgimiento del antisemitismo, era una tradición que estaba asentada desde la Antigüedad, según nos dice Torner, si se atiende a lo que proclamaba Cicerón, sobre que el pueblo odiaba a los prestamistas y a los recaudadores de impuestos.

Por último su elaboración no tiene desperdicios para descartar el funcionalismo extremo del que ve en el carnaval y su inversión de jerarquías una herramienta del poder eclesiástico. Permite pensar que es complicadamente simplista reducir esa representación de por sí ambivalente a un único significado de reproducción de lo dado. Lo planteó con respecto a ese carnaval de los antiguos, los Saturnales (es una cuestión que Gerardi también indica): si se creaba un espacio para descargar tensiones ayudando a que la sociedad funcionara mejor, ese espacio le ofrecía a los descontentos una ridiculización de la cultura oficial, mostrándoles que las cosas podían modificarse, y tanto servían para divertirse como para manifestar el disgusto, y el mismo hecho de crear un espacio de libertad e igualdad era amenazador para una sociedad en la que prevalecía la norma.

Estas rápidas anotaciones muestran algo del rédito que un medievalista obtiene de husmear en un departamento vecino. Es la práctica que sintetiza el espíritu de Sociedades Precapitalistas. Es la actividad que estuvo en la base del trabajo de Tulio Halperín Donghi, el eximio historiador con el que empezamos esta editorial, así como estuvo en la base de sus colegas de Historia Social General. Todos estaban saludablemente entrenados en transgredir los límites de su especialidad.

 

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