Sociedades Precapitalistas , vol. 3, nº 2, julio 2014. ISSN 2250-5121
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Historia Social Europea

ARTICULOS / ARTICLES

 

Le Goff. Balance crítico de un legado

 

Carlos Astarita

Universidad Nacional de La Plata; Universidad de Buenos Aires
Argentina
carlos.astarita@gmail.com


Cita sugerida: Astarita, C. (2014). Le Goff. Balance crítico de un legado. Sociedades Precapitalistas, 3 (2). Recuperado de: http://www.sociedadesprecapitalistas.fahce.unlp.edu.ar/article/view/SPv03n03a02


Resumen
Los primeros trabajos de Jacques Le Goff, sobre mercaderes, banqueros e intelectuales de la Edad Media, presentan cualidades que anuncian su desarrollo posterior: débil teoría económica y mayor desarrollo sobre historia de las ideas. A partir de 1964, con la publicación de La civilización del occidente medieval, se produce un cambio. Ese cambio se inscribe en una nueva orientación general de la escuela de Annales: el estudio de las mentalidades. Le Goff pretende realizar un análisis de la mentalidad del hombre medieval. Su estudio se basa principalmente en textos eruditos eclesiásticos. Se demuestra en este artículo que ese tipo de fuentes permiten acceder a la mentalidad de la parte sacerdotal de la clase de poder. De manera secundaria, Le Goff estudió fuentes literarias que permiten acercarse a la mentalidad de los caballeros. Para el análisis de los campesinos y de distintos sectores subalternos se necesitarían otro tipo de fuentes que nunca fueron utilizadas por Le Goff. Este análisis mantiene algunas semejanzas con el materialismo histórico, pero también tiene profundas diferencias con la doctrina de Marx. En base a esto se determina el alcance del legado de Le Goff.

Palabras Claves: Jacques Le Goff. Escuela de Annales; Mentalidades; Fuentes medievales; Estructuralismo; Materialismo histórico.

 

Le Goff. Critical balance of a legacy.

Abstract
The early works of Jacques Le Goff, on merchants, bankers and intellectuals of the Middle Ages, have qualities that announce their further development: weak economic theory and further development on the history of ideas. From 1964, with the publication of La Civilisation de l'Occident médiéval, there is a change. This change is part of a new approach of the Annales School: study of mentalités. Le Goff intended to analyze the mentality of medieval man. His study is based mainly on ecclesiatical scholars texts. We show in this paper that such sources provide acces to the mentality of the priestly class of power. Secondarily, Le Goff studied sources that allow to approach the mentality of knights. For analysis of peasants and other subaltern groups other sources that were never used by Le Goff are required. This analysis maintains some similarities with the historical materialism, but also has profound differences with the doctrine of Marx. On this basis the extent of Le Goff´s legacy is determined.

Key words: Jacques Le Goff. Annales school; Mentalités; Medieval sources; Structuralism and Historical Materialism.

 

Introducción

Jacques Le Goff, nacido en Touloun, Francia, el 1 de enero de 1924, ha muerto en París el 1 de abril de 2014. La noticia recorrió el mundo con halagos que transforman al gran medievalista en prócer. La falta de matices simplifica lo que se define por la complejidad, por los claroscuros del innovador. Pero el compromiso ideológico y divulgador de un diario no es el de la historiografía, que presupone balance crítico. Éste nos lleva a lo que se recoge de ese legado para continuar o para cambiar.

Esta herencia impone distinguir la novedad que rompe con una lineal carrera académica. Esa novedad es aquí una hipótesis que conviene enunciar desde ya: La Civilisation de l´Occident médiéval,publicada en 1964, determinó un antes y un después en la producción de Le Goff y en el medievalismo. Se empiezan a comprender sus alcances observando lo que antecede.

Preparación y descarte

La primera obra a considerar es sobre mercaderes y banqueros de la Edad Media (Le Goff, 1956). No trata de mercados locales ni de pequeños artesanos, sino del gran mercader en una ciudad en la que ejerció influencia política y cultural. La elaboración refleja un estado de la especialidad: la revolución comercial del siglo XI es vista como un desarrollo súbito, imagen que hoy se cuestiona, porque más allá de interpretaciones sobre causas y fuerzas impulsoras, se coincide en que hubo un primer despegue de la economía europea desde por lo menos principios del siglo I (1). Pero con abstracción de este matiz, el encuadre general resiste airoso el paso del tiempo. Si en la época carolingia se ponían las bases del desarrollo, después del año mil con la extensión de los cultivos y con nuevos procedimientos agrarios crecían los excedentes comercializables. Las ciudades renacieron y se amplió la división social del trabajo. En la descripción de navíos, ferias, asociaciones, técnicas contables, contratos, y otros atributos generales del comercio, recoge Le Goff conocimientos del momento.

Conceptualmente se diferencia de Werner Sombart (1902), y caracteriza a estos mercaderes y banqueros como precapitalistas, en tanto predominaba el feudalismo. Es una caracterización que en verdad contradice la realidad de un agente cuyo objetivo era el rédito monetario. En otros términos, y siguiendo la conceptuación marxista que Le Goff adopta en esta elaboración, la fórmula que representa la actividad del comerciante medieval es D-M-D´, es decir, dinero con el que se compran mercancías para obtener más dinero (D+d=D´). En este punto Le Goff no logra ver la existencia precapitalista del capitalista que no generaba valor comprando fuerza de trabajo, sino que solo se apropiaba de valor en la compraventa a partir de un intercambio de no equivalentes.

En este punto Le Goff incurre en un error similar al de Sombart. Consiste en no diferenciar la lógica del sistema feudal de la lógica del capital que opera en los circuitos de circulación externos al modo de producción conectando productores y consumidores. Esto significa que el mercader establecía flujos económicos en una exterioridad interna al sistema, según la concisa definición de John Merrington (1982). Este aspecto no es un simple pormenor, porque va de la mano de otra afirmación discutible. Sostiene Le Goff que el capital mercantil contribuyó a destruir las estructuras feudales, y pone como ejemplo la inversión monetaria en el campo de Italia y Flandes. En este punto su interpretación marca un giro en relación a lo que había afirmado párrafos antes, y termina adjudicándole al gran mercader y banquero el rasgo de capitalista. El análisis presenta entonces fluctuaciones y razonamientos contradictorios. La afirmación de que el intercambio tradicional de la Edad Media destruía al feudalismo convive mal con una evidencia: la secular simultaneidad del feudalismo tardío con el capital mercantil, que siguió operando en el mercado mediante intercambios de no equivalentes hasta que el capitalismo, como modo de producción dominante, comenzó a imponer la disciplina de los precios, es decir, la ley del valor mercantil, hacia fines del siglo XVIII. Esto indica que el capital mercantil no destruyó el feudalismo, aun cuando agotaba sus energías succionando excedente.

No se mencionarían estas fluctuaciones si no se proyectaran a través del tiempo, y no solo en la obra de Le Goff. Se las ve en un medievalismo francés que apela a imágenes smithianas de mercado (Bois, 1989) o a imágenes schumpeterianas de un señor feudal activo y emprendedor (Toubert, 1988), o que niega cualquier existencia precapitalista de las categorías del capitalismo (Guerreau, 2001).

Por otra parte la mezzadria italiana creaba una modernidad precoz, pero inmovilizaba el sistema productivo, y de hecho en la Toscana, área donde esta forma de arrendamiento predominó, no se originó una protoindustria rural (Epstein, 1986; Piccinni, 1987). En este marco debería también revisarse el concepto que Le Goff recoge de Viktor Rutenburg (1985) sobre un capitalismo precoz en las grandes ciudades pañeras de Italia. Allí en realidad se instituía la relación social capitalista sin que se generara el sistema de producción capitalista, en tanto los gremios impedían la reinversión productiva del capital y por lo tanto impedían el ciclo de crecimiento económico típico del capitalismo. En otras palabras, se formaron las relaciones capitalistas pero no el modo de producción capitalista.

En parte estas cuestiones marcan un estado de la comprensión de los problemas en el medievalismo influenciado por la doctrina marxista en la primera parte de la posguerra, representada en la especialidad por autores como Kosminsky, Grauss, Rutenburg, en los que Le Goff se inspiró. En parte esto indica una exigua comprensión de la teoría, rasgo que confirma lo que ni siquiera se planteó: las condiciones de la apropiación de valor. En esas condiciones debería haber estado, en primer plano, el funcionamiento imperfecto de la ley del valor mercantil, lo que remite a la ausencia de trabajo en su carácter abstracto general. Esta última cuestión sí estuvo esbozada entre las inquietudes que Le Goff desarrollaría posteriormente, bajo la forma idealista de una ausencia conceptual, o sea, como inexistencia del concepto de trabajo, coincidiendo en esto con Georges Duby (1978) y Alain Guerreau (2001).

En el plano sociológico Le Goff supera su manejo de temas económicos. Siguiendo a Armando Sapori (1952), distingue entre el mercader y el artesano, diferencia que no todos tenían presente hace cuarenta o cincuenta año (2). Esta distinción no fue ajena a las contradicciones sociales de la última etapa de la Edad Media con sus luchas del proletariado y tampoco fue ajena al poder político de los grandes mercaderes.

Pero más allá de estas cuestiones, este trabajo representa un paso adelante sobre las tesis de Pirenne (1910, 1927) entonces en vigencia, por lo menos en muchas partes. Entre otros aspectos la tesis de Pirenne quedaba superada por el planteo, hoy admitido, de que el comercio árabe no aisló a Europa del oriente. Asimismo defendió Le Goff la continuidad social de los altos burgueses en oposición a Pirenne que habló de nuevas capas burguesas ante cada etapa de la evolución económica. Por último, invita a reformular el origen de los burgueses. Toma distancia del mercader ambulante como germen del posterior gran mercader sedentario. Si bien no explayó el problema, tiene claro que en los orígenes de esa actividad hubo fortunas feudales.

Esta pequeña obra, aun con deficiencias, exhibe un elevado nivel de elaboración para el momento en que se escribió. También presenta anticipos de más amplios desarrollos posteriores de Le Goff, como ser el uso testimonios literarios para captar actitudes y valores de los mercaderes. En la exposición de la ideología, la ética y los sentimientos religiosos del mercader, encontramos las partes más creativas, que marcan la dirección de sus futuros trabajos. De la misma manera, los temas relacionados con la teoría económica fueron vías muertas que no recorrería, o por las que deambularía ocasionalmente sin dirección doctrinaria.

El segundo libro de esta etapa, Los intelectuales de la Edad Media, debe ser enmarcado en el momento de su publicación, el año 1957. La fecha convoca al inventario de lo que debe revisarse.

  1. Si bien no es objeto de consideración específica, el encuadre del asunto implica considerar que los libros de época carolingia eran un bien más económico que espiritual; tenían un objetivo penitencial y se convertían en un bien que se atesora, más destinado a ser visto que leído. Es lo que presentará poco después en la Civilisation… Este concepto debería revisarse, en parte porque sin excluir el carácter artístico que adquieren esos libros, y sin tampoco desechar el papel que tendrán en el Renacimiento de los siglos XIV y XV (los humanistas los confundieron con los buscados textos de la Antigüedad), el período carolingio no fue neutro para la educación de la elite. Se concentró en Aquisgrán una masa crítica de intelectuales, permitiendo que el pensamiento teológico y político se desplegara en nuevas direcciones, como afirma Chris Wickham (2013: 504 y s.). Esta nueva valoración del período carolingio reubica el aporte cultural del siglo XII, al que Le Goff le otorgó siempre el verdadero rol de renacimiento

  2. La contribución greco árabe está tratada como una ayuda externa que irrumpe en Europa como si cayera en paracaídas, y a partir de esa irrupción surgiría la cuestión de los universales. En contraposición a esta imagen se debe decir que los filósofos de la segunda Edad Media se iluminaron en la traducción de Boecio a la Introductio in Praedicamenta, comentario de Porfirio de las Categorías de Aristóteles, para consagrarse a la problemática del ser, y a partir de ese estudio, en gran parte autónomo aunque inspirado, buscaron las fuentes árabes (o sea, las traducciones del siríaco que habían realizado los árabes, además de sus propias elaboraciones). Esto significa que los nuevos estímulos no llegaron a Occidente sino que fueron buscados por los europeos a partir de pensamientos que habían desarrollado con autonomía.

  3. El alcance de la divergencia entre nominalismo y realismo debería ser ubicada en su trascendencia filosófica general en relación con las indagaciones ontológicas que, desde Platón y Aristóteles hasta Hegel y Marx han constituido una parte sustancial del pensamiento occidental. Estas referencias ubicarían la trascendencia del logos y el papel que esta forma del razonamiento tuvo la Edad Media en ese proceso. La escolástica no fue entonces solo una técnica de razonamiento sino un momento capital que explica el origen del racionalismo occidental. Se vincula con esto el concepto de determinación, punto en el que Le Goff se ha declarado no determinista, afirmación que más bien revela que identifica determinación con causa. En este terreno se impone alguna corrección complementaria. Por ejemplo Abelardo no se ubicaría en un nominalismo moderado sino en un conceptualismo que lo emparenta con Aristóteles.

  4. En varias ocasiones se señaló el anacronismo del término intelectual para la Edad Media. Le Goff justificó su empleo diciendo que otros términos (“universitarios”, “teólogos”) eran inapropiados (Le Goff, 2003: 76). La elección residual es de por sí endeble, y por ello cabría diferenciar. Empecemos por considerar que entre los intelectuales no debería contarse al que se instruía para llegar a burócrata del príncipe o de la Iglesia, ya que para estos funcionarios la instrucción era un tránsito hacia el puesto (3). El que intervenía en mecanismos prefijados de gobierno se identificaba con la maquinaria inercial que integraba y que lo superaba, actuando como autómata de la aplicación del párrafo, según formuló Weber (1980). Expresado de otra manera, regirse por el estudio y la reflexión sistemática es un atributo que delimita el tipo sociológico a conceptuar. Esto supone que el intelectual se niega como intelectual si, como burócrata, conspira contra el conocimiento libre, incluso porque debe abocarse a la resolución de asuntos prácticos inmediatos, urgencias que anulan la libre disquisición porque constriñen a respetar normas que no puede modificar. Todo esto no descalifica necesariamente al funcionario, que observa la conducta de toda reproducción. Pero esto no es todo, porque en la Edad Media se conocieron también a los intelectuales en el sentido moderno de la palabra. No se podría catalogar de otra manera a Pedro Abelardo o a Arnaldo de Brescia, que representan dos tipos distintos de intelectual, uno con más vocación por el estudio y el otro consagrado a la acción agitativa y organizadora.

Ahora bien, ¿qué es lo rescatable hoy en esta obra? Sin duda la relación que se establece entre el desarrollo erudito y las condiciones sociológicas. Centrada en el arco temporal del siglo XII al XV, la atención recae en la ciudad y en el escenario que en ésta se creaba para el diálogo, para la disputatio, es decir, para la dialéctica, que fue la forma que tomó la lógica. Esto representa un cambio sustancial con respecto a tratados como los de Gilson (1965) o Vignaux (1954), concentrados en teorías autosuficientes como encadenamientos internos. El segundo aspecto es la relación entre el movimiento y sus individualidades. Las desventuras de Abelardo muestran en un ser excepcional la sociología promedio del intelectual. También su dimensión crítica, como atestigua la condenatoria intransigencia del gran reaccionario del siglo XII, San Bernardo (la palabra reaccionario se emplea en el sentido de reacción contra el cambio y el racionalismo). Le Goff logra así que la biografía se amolde a la descripción del movimiento explicándolo, de la misma manera en que ese movimiento general explica los avatares biográficos de Abelardo. En un estudio posterior, y como desenvolvimiento de este estudio, analiza el concepto de superbia, tan presente en Historia Calamitatum, a través de la quaestio planteada por Sigerio de Brabante sobre si la modestia es virtud (Le Goff, 1977e). La respuesta es negativa. Más allá de que en este punto debiera agregarse que la elaboración de Sigerio se basa en Aristóteles, se impone subrayar la caracterización de Le Goff sobre que en este concepto está representada la auto conciencia del intelectual. Este es un punto de importancia sobre el que debemos reparar, y que de hecho discute la concepción de la Iglesia. Otro aspecto a destacar es que estamos ante una obra informada, aunque en ella la información no abruma; una escritura ágil y elaboraciones bien conectadas otorgan el placer de la lectura. Con estos atributos Le Goff popularizó la concepción, ya anticipada por otros investigadores, sobre un renacimiento del siglo XII que equilibra el peso del posterior Renacimiento italiano (4). Le Goff defendió siempre este punto de vista, que no es una cuestión menor si se tiene en cuenta la persistencia de un imaginario popular condenatorio de la cultura medieval.

La ruptura

Estos dos libros que se comentaron incluyen algunas constantes de la obra posterior de Le Goff (como la valoración de las ideas o el nexo entre situación social y procesos históricos), aunque también son su contrapunto a la luz de lo que alumbra en 1964. En ese año aparece La Civilisation de l´Occident médiéval, obra que impresiona por su amplitud de miras, su carácter innovador y su sabiduría, cualidades consagradas a la vida material y espiritual del hombre medieval. En un giro copernicano Le Goff deja de lado a los mercaderes e intelectuales de sus estudios previos.

Ahora le preocupan los valores que marcaron el comportamiento social, la concepción del mundo del hombre medieval, lo que Weber llamó la Weltanschauung (Le Goff, 2003: 88). Con esta premisa, y por tratarse de una sociedad campesina, considera que burgueses e intelectuales son prescindibles. Una Edad Media que anticipaba el capitalismo y la modernidad deja paso a otra dominada por el primitivismo y el lento transcurrir del tiempo. Los cambios eran casi imperceptibles, y el período lo prolongaría hasta el siglo XIX a costa de relegar acontecimientos. Con ello desprecia la dinámica esencialmente política de la Época Moderna con sus revoluciones, así como desconoce los efectos de la conquista americana y de una herejía que se transformó en Iglesia. El sentido verdadero de esta larga inmovilidad está en una historia que se transforma en antropología histórica (5). Esto condiciona a Le Goff, que cuando retoma temas como el comercio ya no se apoya en Marx ni en ninguna teoría económica sino en Polanyi (6).

Esta evolución, que no fue individual sino colectiva, culmina con la publicación del libro La Nouvelle Histoire, donde sus autores muestran que han sido, junto con los padres de Annales, protagonistas de la renovación más penetrante de la disciplina en el siglo XX. Director principal de esta obra fue Le Goff, acompañado por Jacques Revel y Roger Chartier (1978). Esa enciclopedia no dejó de irritar. Joseph Fontana (1982: 211) habló despectivamente de los socios del club de Annales que se elogian los unos a otros y solo toman en cuenta lo que ellos hacen con el sencillo procedimiento de ignorar lo que otros hacen (7). Al enojo puede reemplazarlo la sorpresa. Cualquier historiador que no sea francés se desconcierta ante algunas ausencias. Por ejemplo, Guy Bois (1978) en su capítulo sobre marxismo e historia no menciona a los historiadores marxistas ingleses y Jean-Claude Schmitt (1978) en el suyo sobre marginales solo se refiere al estudio de rebeldes primitivos de Hobsbawm (en edición francesa) (8). Tampoco figuran temas habituales en cualquier país. Para citar solo una de esas omisiones, ningún apartado se consagra a la historia del movimiento obrero.

Estas observaciones expresan además de un contenido la coyuntura del grupo: las referencias galocéntricas, la satisfacción por los logros, el tono complacido y complaciente, entre otros atributos, indican el pináculo del éxito (o lo que sus autores veían como éxito). Desde esa cumbre miremos los inicios marcados por la obra de Le Goff de 1964.

Con los nuevos temas se remozan entonces las aproximaciones metodológicas, visibles en la historia económica y social. No obstante esos logros, esta obra marca un cambio en el estudio de la subjetividad social. Veamos lo que implica y algunas de sus derivaciones.

Le Goff trabaja los textos y no desprecia la exégesis. Como indicaron alumnos y colaboradores que han seguido sus seminarios parisinos, la erudición lo preservó de cualquier ligereza (Schmitt, 1998). Se muestra en La Civilisation de l´Occident médiéval;allí desfilanSan Agustín, Jordanes, San Jerónimo, Gregorio Magno, Zósimo, Ammiano Marcelino, Salviano, Casiodoro, Pacatus, Temistius, Gregorio de Tours, San Anselmo, Raúl Glaber, Juan de Meung, el Gallus Anonymus, Bernardo de Chartres, Tomás de Aquino, Honorius Agustodunensis, Marco Polo, y muchos más por el estilo.

Con estas aproximaciones se abren los problemas que atenderán los historiadores franceses (o los que dirigieron esa historiografía) en las siguientes décadas. Ante todo está la forma de sentir y pensar de los actores de la historia, es decir, las mentalidades. Su papel es activo, incluso dominante. Por ejemplo, explican la inmovilidad técnica y con ello Le Goff elude el determinismo económico que le atribuye al marxismo vulgar. En oposición al positivismo y al marxismo (aun cuando se tomaban elementos de este último), marcha hacia una fenomenología de las estructuras mentales.

En ese entramado instala la cuestión del tiempo, o más bien de los tiempos, que había llevado a un primer plano Fernand Braudel (1958). Esa elaboración famosa que impugnaba el transcurrir cronológico del positivismo, tuvo su traducción medieval en Le Goff, aunque no en un sentido geográfico (la casi inmóvil geohistoria braudeliana), ni como coyunturas económicas (medidas por los precios) o como el tiempo muy corto de los acontecimientos, sino como tiempos de la actividad social. Descubre el tiempo de la naturaleza relacionado con la actividad agraria, que condiciona al tiempo militar y al litúrgico; también habla de la laicización de este último con la medición mecánica de los relojes urbanos (que aparecieron a fines del siglo XIII), repitiendo un artículo justamente célebre publicado pocos años antes (Le Goff, 1960).

Un calculado eclecticismo se acomoda a las necesidades de la exposición. Se lo ve en la concepción sobre el feudalismo y la feudalidad. Por un lado es explícito el impacto de la tesis de Duby (1953) sobre la región del Mâcon. Duby dio allí el primer envite para el concepto de mutación feudal, y Le Goff acepta que la implantación del sistema feudal fue relativamente tardía. También se advierte la influencia de Marc Bloch (1939-1940), en especial sus dos edades feudales. Junto a estas nociones de corte económico y social, sorprende el retrato institucional de François Ganshof (1944) sobre una feudalidad definida por el homenaje y el feudo.

La médula del estudio está en los discursos eclesiásticos, que obviamente deben ser examinados con alguna clave preceptiva que inmunice del candor positivista (9). Esto tendrá ilustres continuadores. Así lo hará por ejemplo Georges Duby (1978) para desenmascarar en los escritos de Gérard de Cambrai y de Adalbéron de Laon el significado recóndito de la imagen trifuncional de la sociedad, y coincide con Le Goff sobre la omisión del concepto de trabajo. Como el filósofo que apela al texto básico, el medievalista se afana por el suyo porque en él se le revelará la esencia buscada. Le Goff lo establece en la literatura clerical y religiosa, la que, en su opinión es una fuente de primer orden para el historiador de las mentalidades (Le Goff, 1977d). Esta premisa, que acompaña prácticamente todas sus elaboraciones, tiene como efecto el predominio de la religiosidad en las representaciones, ya que el pensamiento casi no tendría otra forma de expresarse (On pourrait presque définir une mentalité médiévale par l´impossibilité à s´exprimer en dehors de références religieuses). Esta inevitable consecuencia de la elección del discurso es también un prerrequisito, ya que importa concentrarse en una zona bien delimitada para aprehender el instrumental (l´outillage) mental: vocabulario, cuadros de pensamiento, normas. Estamos ante la absorbente centralidad del texto que instala el método estructural. Pareciera que el historiador que lo aplica reproduce al teórico que hacia 1960 buscó en Das Kapital la filosofía en funcionamiento que su autor no formuló (o la filosofía en acto no explicitada que había aparecido como potencia en 1845). Esa matriz althusseriana, especulativamente aprehensible en lo que se dijo, en lo que no se dijo o en lo que se dijo a medias, tuvo un equivalente en el no concepto de trabajo alto medieval, tanto cuando se lo desdibujó teológicamente en sufrimiento penitencial como en su omisión sistemática.

Estamos frente al concepto estructuralista de mentalidad, es decir, a la parte rutinaria, impersonal y automatizada del comportamiento, opuesta a la historia de la cultura, de lo creativo y lo original. Esa nouvelle historiographie impone, según André Vauchez (1974), la relectura de documentos en una aproximación estructural que impugna el acercamiento fenomenológico. En correspondencia con esto se aprecian dos núcleos (cfr. Le Goff, 1977b). Uno de ellos lo establece un objeto de estudio prescrito por la vocación de trascender lo que se considera el nivel superior, en verdad superficial, de la historia de las ideas, y alcanzar ese universo constituido por ideas deformadas, automatismos psíquicos, supervivencias y despojos, nociones vagas no pronunciadas y deseos no conscientes, nebulosas mentales e incoherencias, que no obstante ello están ordenadas en pseudo lógicas. El recurso imita en la exploración de la subjetividad a la dicotomía acontecimiento y estructura del análisis socioeconómico. En este punto se llega al concepto de estructuras inconscientes del espíritu, que plantea un paralelismo con las categorías apriorísticas del entendimiento de Kant, situando al científico social en una compañía filosófica que no disgustaba a Claude Lévi-Strauss, el verdadero padre de la criatura, como Le Goff ha reconocido.

El segundo núcleo está en la dificultad de definir una problemática y una metodología clara, lo que se debe a la novedad de la cuestión, o lo que es lo mismo, a las dificultades que entraña el paso de una historia tradicional de lo evidente a una nouvelle histoire de lo oculto. Para el medievalista, fuera de lo que proporciona la doctrina cristiana, los sistemas de valores están implícitos y debe reconstruirlos a través de los textos. Así por ejemplo, sobre el trabajo en la Edad Media, o más bien, sobre el silencio de los documentos acerca del trabajo y de los trabajadores, algo ya significativo de una mentalidad, y los cambios posteriores que se sucedieron, el plan de Le Goff se organiza alrededor de grupos de textos. Postula que entre los siglos V y VIII las actitudes se aprehenden en las reglas monásticas y en la literatura hagiográfica, ya que en el único sector donde el trabajo fue objeto de problema psicológico y teórico fue el eclesiástico. Entre los siglos VIII y X debe darse prioridad a los textos jurídicos, literarios e iconográficos, porque fue en el llamado renacimiento carolingio en que el trabajo tuvo una cierta promoción. A partir del siglo XI la mentalidad sobre el trabajo se apoya en una ideología más o menos consciente que se expresa en sistemas de valor, como el de la ideología social tripartita (oratores, bellatores, laboratores). Con la comparación de textos procura detectar persistencias y modificaciones, es decir, lo que corresponde a la tradición y a las innovaciones en cada ordenamiento mental.

Derivaciones críticas

Ahora debemos preguntarnos si en esta obra se logran aprehender los comportamientos y las ideas sociales. Algunas cuestiones alimentan la duda.

El primer aspecto es que Le Goff no usa documentación de archivo (compraventas, donaciones, reclamos), escrituras en las que pueden aprehenderse muchos aspectos de la vida rural desde el siglo XI en adelante que la literatura o el tratado doctrinal no contemplan. Veamos ejemplos sobre esto, empezando con la colección documental del monasterio de Sahagún (junto al archivo catedralicio de León constituye la colección más rica de documentos leoneses para los siglos X a XII).

Un conflicto por la utilización de las aguas nos habla de la oposición de los campesinos al monasterio, y con ello conocemos sobre la pesca en la alimentación popular y sobre los molinos hidráulicos del señorío (10) . También revela esa escritura la separación y la rivalidad entre aldeas cercanas con distintas dependencias señoriales, la actuación de líderes comunales, sus negociaciones y enfrentamientos, e incluso nos permite escuchar a los aldeanos, aun cuando sabemos que sus palabras eran recogidas por el mediador letrado. Otro documento de la misma colección diplomática muestra la violenta reacción de una familia campesina ante los clérigos que llegaron a su domus para alimentarse (11). Con ella se muestra la solidaridad familiar ante la agresión del señor. Tanto un caso como el otro son acontecimientos que no entran en el lento ritmo estructural de la cultura del pueblo pero que dicen mucho sobre su contenido. De la misma manera, si la Iglesia obligaba a observar el modelo de familia nuclear, solo la compulsa de escrituras en las que la familia o las viudas con sus hijos se mencionan en donaciones o ventas nos revelan en qué grado se cumplían las disposiciones. Esto permite superar la oscuridad indicada por Le Goff sobre una familia campesina mal conocida porque no tuvo expresión jurídica propia. Los Documentos de Santa María de Otero de las Dueñas por su parte, en el que se contienen muchos juicios, nos permiten comprender aspectos de la vida cotidiana no contemplados en las normas; entre ellos una sexualidad relativamente libre, difícil de disciplinar de acuerdo al precepto eclesiástico. Y están en lo cierto Le Goff y sus discípulos al afirmar que los gestos pueden decir muchas cosas sobre la sociedad. Pero para captar el discurso gestual de los explotados debemos salir de los registros eruditos que hablan de lo que debía ser para llegar a la documentación (incluida la jurídica) que revela algo de lo que realmente era el discurso crítico del comportamiento. Sabremos entonces que los campesinos se negaban a ir a la serna alegando no haber oído el pregón, caminaban lentamente hacia el lugar de la faena y realizaban mal el trabajo (12). Si estos documentos, que solo se dan aquí como ejemplo, sirven para detectar dificultades de la vida real de los siglos IX a XIII, en las dos centurias que le siguen y en los principios de la primera modernidad, esas fuentes se multiplican. Tenemos entonces repertorios muy completos sobre procesos judiciales con declaraciones de testigos en los cuales se nos presenta el comportamiento social, así como tenemos reglamentaciones de aldeas. Una vez más, muchas de esas conductas corresponden a distintas formas de oposición a los señores: cosechar de noche y a escondidas para no pagar el diezmo, trasladarse de término cuando llegaba el recaudador, permanecer excomulgado sin inquietarse, rehuir el casamiento para no cumplir con el censo por hogar, son prácticas que no se ven en textos eruditos (Astarita, 2005). Sobre automatismos algunos escritos nos brindan situaciones de interés que revelan la interiorización de algunos conceptos bien distintos a los que se leen en elaboraciones doctas. A título de ejemplo puede citarse que a fines del siglo XV, los campesinos de Fuente el Carnero atacaron a los monjes de Valparaíso al grito de “mueran, mueran los traidores, putos, erejes”, y además pronunciaron “otras palabras muy feas e injuriosas" (13). Algo similar puede señalarse para el período de los siglos V a VIII. En esa temprana Edad Media no tenemos archivos señoriales, pero sí tenemos, además de hagiografías y reglas monásticas, una inmensa legislación que leída en clave de historia social nos aproxima a las poblaciones. Por ejemplo, las denuncias sobre esclavos fugitivos visigodos o burgundios, sobre bandolerismo, y sobre sublevaciones de servi en Italia, muestran movimientos y condiciones ineludibles para un cuadro de transformaciones (14).

Lo mencionado no está en Le Goff. Tampoco están los fueros o cartas de población que proliferaron desde el siglo XI y que brindan muchas noticias sobre el pueblo. En consecuencia en su obra no aparece el enfrentamiento del campesino con su señor, lucha que hasta el siglo XIV no tuvo casi expresiones políticas abiertas sino combates pequeños, a veces a través de actitudes cotidianas de rechazo. Esto nos lleva a decir que el vecino del común tenía sus propias pautas, y filtraba con criterio selectivo lo que le transmitía el cura parroquial. Este último, era un deficiente enlace de la cultura del pueblo con la cultura erudita, y además era ampliamente resistido según informa algún inspector diocesano (15). Por todo esto el subalterno asimilaba a su modo algunas porciones del mensaje eclesiástico, otras las ignoraba, y otras las rechazaba ostensiblemente. Se mencionó ya el no pago del diezmo, una de las tantas actitudes muy significativas si se tiene en cuenta que en los sermones la Iglesia repetía que el diezmo no se le daba a ella sino a Dios o a san Pedro (Le Goff, 2004: 55). Por el contrario, entre las proposiciones eclesiásticas que sí se tomaron en cuenta estuvo seguramente el concepto del infierno como lo revelan las donaciones pro anima. En definitiva, lo que esos textos eruditos dejan de lado, o tratan de manera parca y ocasional, es el sentir de los subalternos y su movimiento social entendido como estrategia de vida. Esto se traduce en problemas de representación historiográfica sobre los alcances de un concepto o de una conducta.

Por ejemplo, en la Edad Media existía, como se expresa en La Civilisation de l´Occident médiéval, el concepto de unanimidad no democrática, bajo la premisa de que aquello que atañe a todos debe ser aprobado por todos (quod omnes tangit debet ab omnibus approbari). Le Goff fundamenta la vigencia de este criterio en decretistas y canonistas. Esta premisa constituyó en efecto, un distintivo del parlamentarismo medieval que los historiadores de las instituciones han tratado de manera recurrente. Pero lo que estaba en la doctrina no necesariamente estaba en la práctica social, o estaba de otra manera, y la única manera de saber algo sobre esto es recurrir a distintas fuentes para cotejar. En ellas efectivamente encontramos situaciones en las que se presionaba para lograr la unanimidad; eran circunstancias de lucha social. Veamos algún ejemplo rápido de esto.

Entre 1110 y fines de 1116 se desarrolló una amplia lucha de los burgueses de Sahagún contra su abad. Fue una de las tantas revoluciones comunales de la Edad Media. Prescindiendo ahora de la controvertida cuestión sobre la trascendencia histórica de esas revoluciones, en las crónicas que las relatan hay muchos elementos muy útiles para el historiador de las mentalidades. Entre ellas, el que ahora atrae nuestra atención, el de la unanimidad. Es así como sabemos que los artesanos de Sahagún tomaban las maderas del monte señorial, y si alguien los reprobaba advertían que su cabeza "cortaremos o quebrantaremos" (16). Cuando la reina sancionó a los más violentos, diferenciándolos de los ricos y principales, explicaba que ninguno de estos últimos se animaba a decir una palabra para contradecirlos (17). Estas noticias informan de que se trataba de constituir un bloque de lucha sin grietas, y para ello recurrían al concepto de unanimidad. En la Historia Compostelana se amplía el repertorio de métodos con que los insurrectos sellaban ese dispositivo. Uno era la obligación de prometer fidelidad al movimiento, un recurso nada desdeñable si se recuerda que el juramento era un acto de cuidado para personas cuyos equívocos terrenales hipotecaban su existencia en el más allá; otros eran reclutados mediante obsequios o recompensas, y a los que con esas manipulaciones no se los arrastraba, eran aprisionados con amenazas en las redes de los conspiradores (18) e intimidados con la destrucción de sus casas y la apropiación de bienes (19). Amedrentar y sobornar la voluntad de otro podía ser un solo acto: en Santiago de Compostela los cómplices se juntaban para deliberar, y a ellos se les añadían clérigos y pueblo, en parte con amenazas, en parte con gratificaciones (20). A los partidarios del obispo no les quedaba más que ocultarse o guardar un juicioso mutismo (21). Es lo mismo que harían los ciompi florentinos de 1378, y con esa presión inducían forzadamente a determinadas conductas, de lo cual surgía una mezcolanza en la que algunos actuaban per forza, otros per paura più che per amore, y otros volontariamente (22).

Todo esto confirma que el concepto de unanimidad que Le Goff atribuye al hombre medieval en general, efectivamente era tomado por el pueblo bajo, pero éste lo empleaba a su manera, como arma de lucha, en un sentido que el tratadista erudito no previó. Se ilumina así la prehistoria de la coacción jacobina, que no se devela como un invento burgués sino como una apropiación burguesa de un repertorio contra cultural que se ensayaba desde las profundidades de los tiempos, con lo cual se enriquece el concepto de larga duración en tanto concepto atravesado por situaciones de clase. La vigilancia entre el pueblo, la severidad ante cualquier desviación que se opusiera al conjunto, el terror que inmovilizaba al remiso, la organización radicalmente horizontal en fraternidades, la condena del despreocupado, el límite impreciso que separaba a este último del sospechoso, y la definición del enemigo en una lógica binaria y excluyente como todo el que no participaba del mismo universo social que Dios avaló, fueron comportamientos que reaparecían en cada lucha premoderna de las clases. Esa búsqueda de unanimidad tenía como presupuesto convertir al que no combatía con los insurrectos, o no apoyaba su lucha, en antagonista, lo cual implicaba una lectura que hacía homogénea una realidad en dos planos, sin matices. Los mismos enemigos declarados eran en ocasiones sometidos a la presión coactiva, y se los obligaba bajo amenaza de muerte a jurar fidelidad a movimientos que por naturaleza les eran por completo impropios y sobre los cuales solo disimulaban su hostilidad cuando no tenían otra opción. La Crónica anónima de la insurrección de 1381 de los campesinos ingleses da cuenta de esto (23).

Ninguna de estas cuestiones aparece en La Civilisation de l´Occident médiéval cuando se habla de la unanimidad. El problema está ante todo en las fuentes: los tratadistas nos explican el concepto pero no dicen nada acerca de su adopción social. A estos ejemplos se le podrían agregar otros.

Le Goff sostiene que había una creencia generalizada en el diablo, que se presentaba en distintas ocasiones apoderándose de las personas, así como también se creía en los ángeles, permanentes intermediarios entre las personas y Dios (cada uno tendría su ángel guardián). La creencia popular en el diablo aparece efectivamente atestiguada. Por ejemplo, uno de los autores de las Crónicas de Sahagún le atribuye a los burgueses sublevados expresiones que delatan esa creencia (aunque cabe también pensar que era una forma de injuria sin más connotaciones). Esto puede relacionarse con la declaración post obitum que con cierta frecuencia presentan las escrituras de donación hechas pro timendum infernum. Ahora bien, si es posible admitir que el diablo estaba en la mentalidad de la gente del burgo, la presencia de los ángeles en esa mentalidad debería ser probada a través de algún testimonio. Mientras esto no suceda, es pertinente abrir un paréntesis para la incertidumbre. Esta diferencia entre lo que pensaban los letrados y lo que creían los no letrados puede multiplicarse con referencia a otras escalas sociales. La religiosidad de los milites, por ejemplo, no era la religiosidad de los eclesiásticos. Es un aspecto que Weber ya había advertido. En los reyes bárbaros que se cristianizaron, en Glaber, o en testimonios tardíos, los guerreros especularon siempre en términos de eficacia militar, es decir, para ellos Dios era el dios que les daba la victoria (24).

El tipo de fuentes que utiliza Le Goff en su obra sobre la civilización medieval fue una constante. En años posteriores estudió los exempla, relatos con contenido moral para uso de los predicadores, con los cuales podemos saber qué es lo que se pretendía inculcar pero no sabemos cuál era la asimilación de ese mensaje por el receptor. Otra vez estamos ante un texto que dice mucho más sobre la ideología de una parte de la elite que sobre las ideas de los campesinos o los artesanos. Tomar los exempla destinados al pueblo como testimonio de la mentalidad popular es errado, con prescindencia de que se privilegien las anécdotas para uso de los predicadores. Para ilustrar con una situación concreta: era habitual que se hablara de la función complementaria de los tres órdenes. Esa representación ideológica estaba destinada a convocar a la armonía social, y no faltaron los historiadores que creyeron que el mensaje fue efectivamente aceptado por el campesino. Entre ellos puede mencionarse a Rodney Hilton, mención significativa por tratarse de un eminente investigador de las luchas del campesinado medieval. Según Hilton, el campesino había interiorizado los valores de la clase dominante adoptando de hecho la categoría de consenso, entendida como coparticipación en representaciones que inducen a una adhesión de voluntades (25). Pero en esta muy extendida interpretación de los medievalistas no se considera la posibilidad de que el receptor reformulara el mensaje que se le transmitió y convirtiera esa unidad armoniosa en oposición binaria (los labradores mantenían a los que luchaban y oraban). Es lo que muestra el campesino cuando se rastrean sus conductas en los documentos. Indiquemos por otra parte que Georges Duby, que como se anticipó ya también apeló en su estudio sobre los tres órdenes a la literatura eclesiástica erudita, era consciente de las limitaciones de sus fuentes. Afirmaba que veía la historia medieval “a través de los ojos de los intelectuales al servicio de la clase dominante” (Duby, 1993).

Con esto no se quiere decir que Le Goff haya desconocido las diferencias sociales. Pero ese reconocimiento fue más proclamado que ejercitado en la investigación, y eso se debe a que solo podía superar el escollo recurriendo a documentos que nunca utilizó. El problema se ve también en otras elaboraciones. Así por ejemplo, su estudio sobre el nacimiento del purgatorio está basado en fuentes eruditas.

Le Goff sostiene que el concepto de purgatorio surgió a fines del siglo XII (posiblemente entre 1170 y 1180), y se difundió en la centuria siguiente. Considera que este descubrimiento, o esta invención, supuso un cambio profundo en la actitud hacia la muerte y hacia el otro mundo. Implicó una triple creación espacial, entre el cielo y el infierno, entre el bien y el mal, y entre el juicio individual en el momento de morir y el juicio final de la resurrección. Esto se relacionaba, desde el punto de vista psicológico y moral con nuevos criterios individualistas en la época de la confesión, el pecado y la penitencia. Una vez más, el asunto se presenta como un cambio en la representación medieval del otro mundo, es decir, en términos de representación general colectiva. La tesis es densa y con momentos analíticos brillantes, aunque ha sido objeto de observaciones críticas alineadas con una matriz conceptual que se defiende en esta revisión.

Aaron Gurevich (1990: 148 y s.) indica que Le Goff elabora su tesis en base a la literatura teológica, mientras que en otro tipo de literatura, de carácter popular, aparece una imagen del purgatorio más temprana, desde comienzos de la Edad Media, aun cuando no fuera en forma nítida. La conclusión de Gurevich es que antes de su aprobación oficial el purgatorio estaba presente como concepto, aun cuando no había aparecido el término, como lugar de expiación y no solo de castigo, en tanto era necesario para creer en una esperanza de salvación. Por lo tanto sería incorrecto atribuir la iniciativa de esta estructura mental a los escolásticos. Agrega que el cambio en la posición oficial con respecto al más allá es difícil de explicar, como hace Le Goff, por el desarrollo de la vida intelectual durante el crecimiento de las ciudades. Con relación a esto habría que notar la presión de la masa sobre el clero para que el hombre tuviera una oportunidad de salvación. En definitiva, según Gurevich la historia del purgatorio debe verse en relación con la historia de la cultura popular y no solo en el contexto de la cultura de los intelectuales.

Los resultados de su estudio los aplicó Le Goff (1986) para el estudio de la usura, o más bien, para establecer las condiciones ideológicas en las que actuaba el usurero. Una vez más hizo girar su demostración alrededor de lo que la Iglesia planteaba, pero esos textos no dicen qué asimilaban de ese planteo los usureros. Es realmente algo difícil de indagar; una vía posible de acceso está en los testamentos, aunque son testimonios más tardíos.

En definitiva, en todos estos procedimientos se le otorga a la Iglesia una centralidad incontestable, lo que a su vez se relaciona con caracterizar a esta institución como institución total. El concepto fue elevado a máxima del estudio medieval por Alain Guerreau (2001), discípulo de Le Goff. Es posible que en esto haya ejercido su influjo Emile Durkheim (autoridad muy respetada por los miembros de la escuela), que definió a la religión como un sistema de creencias y prácticas que unen a la comunidad llamada Iglesia (26). Es también posible que esta influencia se haya dado también a través de la doctrina de Durkheim sobre cohesión social en sociedades premodernas, aunque el medievalista reemplaza la solidaridad mecánica por la integración consciente dada por la Iglesia. Si eso fue así, se pasa por alto que Durkheim pensó sobre una sociedad “elemental” de clanes, muy diferente a la sociedad dividida en clases estamentales del Medioevo. Esto remite al cuestionable concepto de primitivismo medieval.

El discurso como objeto

Las limitaciones emergen. En la exclusiva valoración metodológica de la palabra eclesiástica está la imposibilidad de enterarse lo que pensaban los desprovistos de discurso escrito y lo que eran objetivamente las personas por su actividad en los mecanismos de reproducción y no reproducción social, independientemente de lo que decían de sí mismos o de sus iguales. Contrariamente, la observación de las prácticas sociales a través de fuentes como las citadas sí puede aproximarnos al menos al fondo subjetivo de los actores. No todo era (ni es) discurso, como tampoco sabemos lo que alguien es por lo que dice ser. El campesino que defendió su casa ante los monjes que llegaron a comerle su esfuerzo, o el menestral que arrancó periódicamente el fruto prohibido del bosque, eran personas con un concepto de las injusticias del señor, de sí mismos, y de sus enemigos, del que no dan cuenta las impresiones que de ellos tenía el poder. El observador moderno puede registrar todo esto como integridad contradictoria de ideas y concluir en que el mundo del trabajo renunciaba, en determinados momentos, con la lucha de clases, a sostener a los dominantes. En lo que hace al terreno metodológico que se discute, esas ideas, sentimientos, valores, esas mentalidades, no pueden captarse de una imagen de la imagen hecha por los dominantes. El historiador puede devolverles a esos personajes el orgullo de ser ellos mismos, que era también el orgullo de no ser eclesiásticos (jactancia que los cronistas de la época apuntaron estremecidos); éste es un ideal de “la historia desde abajo” que aquí se rescata protegiéndonos de la tiranía populista que todo aplebeya.

El problema surge entonces cuando se contrasta el método estructuralista centrado en el discurso con lo que no está en el plano discursivo aun cuando estaba en la realidad social. También cuando se comprueba que algo no está en el discurso porque no estaba en la realidad del momento. Esto se ve en la extraña inexistencia medieval del concepto trabajo: el secreto no radica en alguna insuficiencia de la reflexión sino en la ausencia (relativa) de trabajo abstracto, y aun en ciertas condiciones, de trabajo en su forma acabadamente concreta, ausencia que el vacío conceptual de la Edad Media refleja (Astarita, 1992). Subyace en esta formulación la certeza de que el trabajo es, en la consideración de las ciencias sociales, una noción histórica social y no fisiológica (Rubin, 1982). Esto obliga a reinstalar el laboratorio teórico, es decir, a sacarlo de la alquimia del discurso (lo que implica salir de la esfera del sujeto y de la abstracción que lo presupone) para dirigirlo a la química científica de la situación donde el pensamiento discursivo se generaba y se realizaba materialmente objetivándose. Dicho de otra manera, el análisis de los textos no necesariamente debe eliminarse en el método que va hacia la práctica real; solo se lo desplaza del centro de gravedad para alcanzar otra dimensión histórica problemática. De esta manera la praxis humana discursiva y no discursiva llega a la sistematización metódica.

Manifestado esto, no puede ignorarse que Le Goff pasa del texto a la realidad económica y social que éste expresa. Pero advirtamos que es una realidad que sobrevuela la alocución sin resolverla, porque en verdad todo se juega en la intersección de palabras (27). Ese plano real que se invoca para volatilizarse de inmediato sin efecto analítico, se constata en el discernimiento singular que se postula para cualquier categoría a investigar (el trabajo o la profesión). El desacuerdo subraya que más que una percepción histórica general hubo muchas aprehensiones específicas y diferenciadas, y si en alguna oportunidad hallamos una coincidencia colectiva, es posible que estemos ante un desierto, ante una ausencia externa a la subjetividad. Para decir lo mismo didácticamente: un místico abstraído en Dios se habrá sobresaltado consternado ante el mismo juglar que el público admiraba divertido. No hubo un concepto de juglar único compartido por todos en cualquier momento de la Edad Media, ni todos hablaban de este espécimen social con idéntico lenguaje. Y el mismo juglar tenía un concepto de sí mismo, de su pericia en el entretenimiento, que podía ser tan elevada como la que tuvo el intelectual de su persona y de su desempeño, cuestión que se reflejó en la superbia. De la misma forma ese juglar se sobrepuso a la descalificación de la Iglesia (que no obstante cambió su actitud ante la necesidad de sus predicadores), y por consiguiente, la disputa por el concepto del oficio pasa a componer la lucha social. Si el miembro de la clase de poder trataba de arrancarle a ese actor su identidad, su autoestima, como trató de sacársela a otras personas del pueblo, lo menos que puede hacer el historiador es no ser cómplice del despojo.

Estos entendimientos múltiples de una multiplicidad de tipos sociales no se facilitan con un seguimiento de textos eruditos, método que posiblemente tenga su parte de responsabilidad en la construcción dicotómica que han realizado Le Goff y sus discípulos de culturas de elite clerical y folclórica de masas, oposición que es insuficiente para la variedad de situaciones concretas que incluye las intermedias (¿dónde se ubica al iletrado cura de aldea en esa clasificación?) (28). Al respecto debería agregarse que cualquier otro ordenamiento en dos partes adolece de la misma insuficiencia de no dar cuenta de matices, y en consecuencia solo pueden adoptarse como esquema para dilucidar alguna situación (29) . El inconveniente está cuando se cree que el esquema construido es la aprehensión del pasado integral. También pudo suceder que todos los hombres medievales (o casi todos) coincidieran en algún concepto o en un no concepto. Así por ejemplo, si en la plena Edad Media nadie (o casi nadie) apreciaba el quehacer humano con abstracción de su forma concreta, significa que ese trabajo abstracto estaba en el límite de su inexistencia real, y su omisión no era mera privación discursiva, siendo tal vez solo aprehendido el fenómeno por un difícil proceso epistémico.

Lo que se acaba de decir se conecta con otra cuestión. Se trata de que en este método que ve al lenguaje como contraseña del pensamiento subyace un axioma sobre el que justificadamente advirtió Bronislaw Malinowski (30):

No hay nada más peligroso que imaginar que el lenguaje es un proceso que discurre paralelamente al proceso mental, correspondiéndose exactamente con él, y que la función del lenguaje es la de reflejar o duplicar la realidad mental del hombre en un flujo secundario de equivalentes verbales.

En consecuencia, no siempre el mismo término empleado por individuos de la misma situación socio profesional y consagrados a las mismas cuestiones designan las mismas cosas. La historiografía del concepto enseña sobre el yerro que deviene de una exégesis lineal de los términos.

Otro aspecto es que esa religiosidad es analizada solo en términos antropológicos. El acercamiento responde al supuesto primitivismo medieval; de ello deriva que esa religiosidad cristiana era en sustancia la misma religiosidad que estudian los antropólogos en las llamadas sociedades primitivas. En consecuencia, el cristianismo medieval no tendría ningún punto de contacto con el actual.

Para ver esta proposición prescindamos de matices. Hagamos abstracción de la diferencia entre una religiosidad signada por ritos propiciatorios, en la cultura campesina, y sus diferencias con la interiorización religiosa del siglo XI (lo que Le Goff llamó la subjetivización religiosa). También prescindamos de las ya indicadas diferenciaciones sectoriales en el tema, para quedarnos con la matriz descarnada que nos lleva a la esencia problemática. Esta se resume en que la religiosidad cristiana medieval no nos pone, como indicó John van Engen, ante una situación folclórica indoeuropea pura compuesta solo de magos y hechiceros, y no se logra en consecuencia una representación adecuada reduciéndose a la antropología (31) . La no conversión, en el sentido de no transformación intensa de la persona (se trataba de una sociedad de bautizados más que de cristianos) (32), planteó que no desaparecía el paganismo, y como dijo Oronzo Giordano, “se puede pensar en una superposición de zonas sacras, en una acumulación de entidades culturales diversas siempre confrontadas, muchas veces en conflicto más o menos latente, con la mediación de un lenguaje frecuentemente idéntico” (Giordano, 1983: 20). Es el criterio que también condensó Gurevich, cuando dijo que las creencias heredadas y el cristianismo representaban dos aspectos sincrónicos de la conciencia social popular (Gurevich, 1990: 80).

En suma, el análisis de Le Goff no atañe a la mentalidad del hombre medieval en general, sino a un colectivo específico, el eclesiástico. Volveremos sobre esto.

Estructuralismo y marxismo

Le Goff se encargó en reiteradas oportunidades de marcar su distancia con lo que llamó el marxismo vulgar. No es difícil disentir con la vulgaridad en cualquiera de sus rótulos, pero no es necesaria esa degradación para notar diferencias entre el estructuralismo que Le Goff expresa y Marx. El tema interesa porque, como dice Bronislaw Geremek (1997: 84), Le Goff y Duby han estado siempre bajo una cierta influencia del marxismo. Un influjo que no dejó de ser un problema para Le Goff y lo persiguió siempre: si en su primer trabajo pretendía que el materialismo histórico fuera su base teórica, en obras posteriores esa influencia aparecía para rápidamente esfumarse, presencia espectral siempre escoltada por proclamas antidogmáticas, excusas y distancias. Por momentos más que un influjo el marxismo parece ser un trastorno psicológico. Empecemos por notar convergencias para después desplazarnos a las cuestiones que separan.

En primer lugar la mentalidad como objeto de estudio permitió que el historiador atendiera los multiformes valores y concepciones de los colectivos sociales. La palabra mentalidad, y el método que está asociado a su misma índole, colaboraron para que se abandonara la más tradicional historia positivista, o sea, la mala historia de las ideas. En este punto hay un camino paralelo con recorridos marxistas desde Antonio Gramsci a Edward Palmer Thompson

En segundo lugar el análisis de Le Goff y del estructuralismo francés coincide con el materialismo histórico en la intención de desplazarse más allá de las ideas, porque detrás de lo que se expresa abiertamente subyacen atributos a revelar. Ese descubrimiento de la Moyen Âge des profondeurs que le preocupó a Le Goff, se realiza sobre tendencias masivas.

En tercer término, esas tesis estructuralistas se conectan con el concepto de alienación de Marx, aunque en las limitaciones de esta similitud se fundamentan las diferencias. Veamos esto.

La creación que limita al hombre creador (en el sentido de una objetividad que se le impone como fuerza que lo condiciona), surge, según el autor estructuralista, de un rosario de prácticas: lenguaje, costumbres, códigos de comportamiento, rituales religiosos e instituciones sociales (Hutton, 1981: 237 y s.). En la repetición del tópico se profesa el credo del enunciado íntegro sin advertir que se eluden tres connotaciones analíticamente cardinales desde el punto de vista del materialismo histórico.

Una es la actividad principal que cualquier persona realiza (excepto en la ficción de La Dolce Vita): el trabajo. Otra es que ese trabajo lo realizaban determinadas clases y estamentos. De nuevo, en cuanto nos sumergimos en la historia real, ese gigantesco “Hombre Medieval”, un compendio marmóreo tallado por “analistas” franceses con compañeros de causa, se disuelve en muchos hombres de carne y hueso distribuidos por grupos sociales que debieron ganarse la vida o aprovecharse de lo que otros hacían para ganársela. La tercera se refiere a que el concepto de alienación de Marx no da cuenta de la objetivación en sí, sino de una forma específica de objetivación. Conviene aclarar que la objetivación no es en absoluto negativa para la realización humana; todo lo contrario, permite que el sujeto creador se contemple en su pensamiento materializado, y ello lo condiciona positivamente haciéndolo más plenamente humano, como un inmodesto dueño de sí mismo. Por el contrario, la objetivación en la religión y en el capitalismo es la creación humana de una fuerza que deshumaniza, que serviliza negando los atributos humanos. Esto incluye su aspecto dialécticamente contradictorio. Repitamos que en la base de esto, de lo que escarnece y libera, está el trabajo físico e intelectual, el olvido de los analistas franceses que es justamente el centro del materialismo histórico.

En esto se manifiesta una tensión que gira alrededor del concepto de totalidad, según se la ve en las obras de Le Goff y de otros miembros del estructuralismo de los Annales. Por un lado esa totalidad se presenta como una sumatoria de factores interdependientes que se exponen desde un punto de vista fenomenológico, o sea, los fenómenos son expuestos en la forma en que se presentan ante el observador que los registra, es decir, como si estuvieran alineados en una ecuación. Por otro lado esa totalidad es en ocasiones trascendida para buscar determinaciones estructurales. En este procedimiento abstractivo hay una convergencia con el materialismo histórico, en la medida en que hay una aproximación al concepto de totalidad como esencia. Pero por lo menos en dos aspectos esa esencia se diferencia de la que plantea la tradición marxista: 1) en esta última el trabajo, como dijimos, constituye el centro de su ontología, lo que se traduce en el concepto de determinación económica, o sea de determinación por las condiciones materiales de reproducción social; 2) el análisis que abstrae elementos de la totalidad se integra en el marxismo a la explicación del todo (aun a riesgo de extravíos mecanicistas). En Le Goff por el contrario el trabajo no ocupa ese lugar central, y cuando vuelve del proceso abstractivo al todo esa totalidad es vista fenomenológicamente, compuesta por factores en equivalencia. La esencia es en su tratamiento esencia de fenómenos acotados; la determinación se rige por este criterio. Pongamos un ejemplo.

En el estudio sobre la usura Le Goff presenta al discurso moral de la Iglesia frenando o impidiendo la actividad del usurero; el cambio doctrinario por el contrario la habilitó. En este caso pues, la ideología habría sido determinante, y el determinismo económico se niega en el cuadro explicativo a costa de ignorar el incremento del capital dinero producido por la ampliación del comercio y el necesario avance de los financistas cristianos sobre el capital usurario judío (cuestión que apenas se menciona).

En consecuencia, el bagaje de conceptos sobre la totalidad y de preconceptos sobre el materialismo histórico debió influir para que el historiador “estructuralmente” prefijado se conformara con analizar, a la usanza nominalista, el término trabajo sin asentarlo como praxis real transformadora en el listado de actividades humanas. Por consiguiente, en su exploración de los textos faltó el principio nuclear de la objetivación de todo pensamiento, y esa ausencia clausura el examen de la dialéctica históricamente cambiante entre sujeto y objeto en su unidad contradictoria, en su construcción mutuamente condicionada. Aquí radica otro meollo de la divergencia metodológica entre el método estructuralista de la mentalidad y el materialismo histórico, que por otra parte guía el estudio de la historia como proceso y no como genealogía. Al respecto no suele repararse en que gran parte del primer volumen de Das Kapital de Marx es sobre la apropiación de saber humano como resultado del desarrollo capitalista, o para explicarlo mejor, es un discurrir sobre la progresiva negación de las facultades racionales del proletariado como requisito de la racionalización productiva a medida que el trabajo muerto dominaba el trabajo vivo. Ese despojamiento precondiciona la emancipación social: el que creó el capitalismo con su trabajo puede destruirlo. Este es un punto central del materialismo histórico, pero sabemos que (salvo alguna excepción) los historiadores ligados a Annales no se preocuparon por las revoluciones (ni en la historia ni en la política), y cuando trataron esos temas fue para contradecir el carácter transformador profundo de las revoluciones. Es otra diferencia sustancial.

Lo que perdura de una obra

De este recorrido crítico se deduce que Le Goff no analizó la mentalidad del hombre medieval. Tampoco la ideología y la mentalidad de la clase de poder, que era una diarquía (concepto de Hintze, 1968). Cada uno de sus sectores, el laico y el eclesiástico, tenía su lógica estamental, que comprendía sus propios valores éticos, sus normas de comportamiento, su constitución psíquica, los ordenamientos jurídicos particulares, la ideología, las concepciones religiosas, etc. La Iglesia no fue pues la institución universal de la Edad Media sino la institución que pretendió controlar y dirigir todo sin nunca alcanzar su objetivo.

Esto define el aporte de Le Goff. Ante todo se condensa en el estudio de la mentalidad y la ideología de la parte sacerdotal de la clase de poder. Su estudio de automatismos y valores de los miembros altos de la Iglesia se toca o se fusiona con el análisis de las ideas que el grupo manejaba con clarividencia conceptual (nivel en el que afloraban las lecturas y los ejercicios de su educación), sin caer por eso en el examen de sistemas doctrinarios o tendencias artísticas que son el objeto tradicional de la historia de la literatura, del arte o de la filosofía. De manera secundaria incursionó en la mentalidad caballeresca, como enseguida pasaremos a ver.

En ese terreno del estudio de textos (y especialmente los eclesiásticos) adquiere todo su valor el procedimiento de Le Goff. A ello se une el análisis de la arquitectura, la escultura y la pintura, dando un cuadro abigarrado y docto que informa sobre prácticas, sensibilidades y pensamientos colectivos. La luz que colma la catedral gótica nos transporta al Pseudo Dionisio, de la misma manera que la luz que apenas se filtra en la iglesia románica aísla del mundo profano para construir la elitista antesala del paraíso. Su exploración de las imágenes constituye de por sí una obra admirable. En la realización de las ideas, en su objetivación, descubre experiencias de vida específicas de cada micro mundo (era muy distinto el entorno de un benedictino y el de un franciscano predicador); aquí entran a tallar los factores que le aseguran a las elaboraciones de Le Goff una larga permanencia historiográfica.

Al observar la sucesión de sus obras se ve cómo perfiló temas desde algunas líneas maestras. Por ejemplo, el enfoque institucional del homenaje feudal que realiza en La civilisation de l´Occident médiéval revela un estadio particular del examen. El acto central por el cual anudaban relaciones los miembros de la clase dominante, que en 1964 veía a través de las formas institucionales (investidura, obligaciones de auxilium et coinsilium, etc.) y del cual sólo se hacía una referencia vaga a la gestualidad, lo retoma más tarde para interpretarlo con parámetros antropológicos. En un artículo de excepcional calidad, el homenaje que había evocado descriptivamente una legión de historiadores es puesto bajo examen para develar lo que esos antecesores no vieron. En las partes del acto desmenuzado localiza los gestos que indicaban el establecimiento de una alianza, la formación del parentesco y el intercambio de dones (servicio de vasallaje e investidura del feudo). Se detiene en el osculum o en el immixtio manuum para descubrir su rol en ese simbolismo, o mejor, su papel en un momento del acto, ya fuera para corregir la desigualdad inicial de un gesto o para sancionar la entrada en una familia a través de un parentesco artificial. En ese momento está su significado con relación al acto total, con lo cual el detalle se mantiene en una tensión gnoseológicamente fructífera con la totalidad.

Esta secuencia, desde el institucionalismo a la antropología, muestra al historiador que anuncia intuiciones para después desarrollarlas. Una evolución análoga se dio en el estudio sobre los códigos de las vestimentas, que también fue una derivación de proposiciones presentes en La Civilization de l´Occident médiéval. Si en esta obra la iconografía le permite observar actitudes o formas de pensar, posteriormente registraría en textos literarios la función semiótica de las vestimentas del caballero (Le Goff y Vidal-Naquet, 1975; Le Goff, 1982). Transmitían la condición social y el poder, y en tanto lenguaje no verbal, el análisis se conecta con Pierre Francastel (1961), que llamó la atención sobre sistemas de comunicación del pasado basados en la vista y el oído, o con Roland Barthes (1957) que propuso no investigar las vestimentas como piezas individuales sino como partes de un sistema. Significativamente, estos autores publicaron sus pensamientos en Annales, lo que confirma sus endógenas fuentes de inspiración.

Desde otro punto de vista, ese tipo de escenarios minúsculos (en los que toman relieve los detalles) nos llevan de la historia total expuesta en La Civilisation… a las proximidades de la histoire en miettes. Sin embargo Le Goff no concluye esa tendencia hacia l’émiettement, ya que todos sus investigaciones lejos de ser caminos en sí mismos mantienen algún nexo con el proceso de totalidad.

También debe destacarse la historia económica y social que se muestra en La Civilisation… El estudio entonces innovador de los pólenes fósiles, (polinología), de los restos vegetales (dendrología) o la utilización de la fotografía aérea se unen a los auxilios clásicos de la epigrafía, la paleografía y la diplomática. En lo que se refiere a esas técnicas que valorizan lo que no está en el documento, Le Goff recoge aportes del medievalismo. Elabora en base a un manejo solvente de la bibliografía que se traduce en la exploración de las estructuras materiales, o sea, en la historia económica y social que ocupa una parte significativa de la obra. Refleja obsesiones del momento historiográfico. Una de ellas es la demografía, variable en la que hace descansar el crecimiento económico. También le preocupan los instrumentos de trabajo y las prácticas rurales, el paisaje agrario y sus transformaciones a medida que avanzaban los frentes de roturación. La iconografía le permite estar al tanto de la vida cotidiana. En la representación de los doce meses del año ve las ocupaciones rurales. El tapiz de Bayeux le hace saber que el rastrillo era un instrumento de fines del siglo XI. El cuadro económico incluye la explotación y las formas de renta. Así por ejemplo, indica que la explotación feudal llevaba a vivir al borde del límite alimentario, un concepto cercano al de nivel fisiológico mínimo de Witold Kula (1974), autor que por otra parte influyó en esos años en la historiografía europea sobre sociedades precapitalistas (33). Es saludable recordar esto cuando hoy no falta el asno que asimila la renta feudal a un alquiler convenido entre agentes económicos en igualdad de condiciones. En la demografía entra en juego el concepto de tierras marginales, enunciado por Michael Postan en 1950 (Postan, 1981), esquema que apoyaría la explicación estándar sobre los ciclos seculares de crecimiento y decrecimiento en época medieval y moderna (Bois, 1976, y Le Roy Ladurie, 1966). Utiliza los aportes más destacados de ese entonces: los mencionados Postan y Hilton, a los que se agrega Kosminsky para la historia económica y social inglesa, Sapori, Luzzato y Cipolla para Italia, y así de seguido, sin desconocer a los mejores medievalistas de las universidades argentinas: Sánchez Albornoz, Romero y Pastor de Togneri (34). Esto habla de la sabia amplitud de sus búsquedas bibliográficas. También de una apertura que incluyó a los países de Europa oriental (35).

Con abstracción de pormenores, se alcanzaba entonces la interpretación básica sobre desarrollo económico y social para el período que abarca entre los siglo XI y XIII. El libro refleja muy acertadamente ese estadio todavía actual de la investigación; es un aspecto que debe subrayarse, en tanto la orientación posterior de Le Goff hizo que se relegara a un injustificado lugar subsidiario este aporte. Sobre el período anterior del Medioevo la obra necesitaría revisarse, ya que los avances de la arqueología para la temprana Edad Media (entre los siglos V y VIII) cambiaron perspectivas. Chris Wickham (2005) refleja esos cambios al mismo tiempo que impulsa un nuevo entendimiento. (36).

No menos importante es destacar que allí hay una renovación de la historia general. No la entiende como suma de partes al estilo arcaico de Lacarra y Reglá (1978), es decir, como sucesión de compartimientos estancos (historia política, más historia económica, más historia institucional, etc.), sino como una integración solidaria de partes. La categoría clave sería la interrelación de factores. Al cabo de los años Jerôme Baschet (2009) retomó el análisis de la civilización medieval, con un mayor énfasis en los modos de producción, comparaciones con el feudalismo americano, empleo de la iconografía y un concepto del conflicto como regulador homeostático. Este último ensayo mide los cambios que en la línea de Le Goff hizo parte de la historiografía francesa. No es nuestro tema, y solo se menciona esta contribución para indicar la vigencia del libro que fue objeto central de esta reseña.

El balance de Le Goff, por rápido que sea, no puede eludir otras dos particularidades. La primera es que toda su producción fue publicada en libros accesibles para un público medianamente culto y no especializado. En esta orientación influyó la demanda editorial que surgió en los años 1950 y 1960 de una historia masiva, que llevó a obras que no tienen una lógica universitaria (Le Goff, 2003: 66). La segunda característica es que Le Goff preparó y/o animó muchos congresos o eventos colectivos, constituyéndose en un organizador de la disciplina. Algunos de esos eventos, como el dedicado a las herejías, son memorables (Le Goff (ed.) 1962). Otros sancionaron un cambio de la historiografía francesa. Los tomos de Faire l´Histoire, publicados por Le Goff y Nora, 1974, indican el abandono de la historia económica y social para dar paso a la etnología. Poco tiempo después, en 1977, ese paso se afirmaría en una reunión internacional sobre la cencerrada en la que participaron nombres tan notables como Natalie Zemon Davis, E. P. Thompson, y Carlo Ginzburg. Los organizadores fueron Le Goff y Schmitt (1981). Se podrían agregar otros muchos empeños del mismo tipo que Le Goff dirigió o animó en primera fila en una actividad realmente asombrosa.

Por todo esto su nombre perdurará en un lugar de honor del medievalismo.

Notas

(1) Un estado general sobre el tema puede advertirse en el coloquio, Croissance agricole du Haut Moyen Age. Chronologie, modalités, géographie, Flaran, 1988, en el cual todos los participantes coincidieron en que hubo crecimiento antes del siglo XI ; la divergencia que generó debate fue sobre si ese crecimiento era causado por el dominio señorial o por la propiedad campesina libre.

(2) Para citar un ejemplo, los indiferenciaban especialistas como García de Valdeavellano (1969) y Reyna Pastor de Togneri (1973) desde posiciones teóricas contrapuestas (el primero se inscribe en una doctrina liberal institucionalista, la segunda en el materialismo histórico)

(3) El objetivo de la gran mayoría de los estudiantes de las universidades del siglo XIII era meramente práctico, es decir, conseguir un empleo seguro y lucrativo (Cobban, 1971: 30).

(4) Un pionero fue Charles Holmes Haskins en 1927. Se oponía al estudio de Jacob Burckhardt, publicado en 1860, que contraponía el Renacimiento italiano a una oscura Edad Media (concepto que proviene de Petrarca y sus continuadores) (Ver, Burckhardt, 1968). Haskins desde el incio de su obra afirma: “The great Renaissance was not so unique or so decisive as has beeen supposed” (Haskins, 1955: 5). Luego se agregaron a la valorización del siglo XII autores como Huizinga, 1960: 157 y s., Vignaux, 1954 y Gilson, 1965. En 1943 Gustave Cohen publicaba un libro, centrado en la historia cultural desde el año 1050, con el significativo título de La grande clarté du Moyen-.Age. (Cohen, 1943)

(5) En 1973-1974 el seminario que dicta Le Goff en “L´École Pratique des Hautes Études” pasa a llamarse “Anthropologie culturelle de l´Occident médiéval” y al año siguiente “Anthropologie historique de l´Occident médiéval”.

(6) Después de 1970 en la revista de los Annales se cambia la orientación anti Lévi-Staruss, que Fernand Braudel había impulsado y se inclina hacia la antropología. Ver, Le Goff, 1991. Sobre la importancia de Polanyi, ver Le Goff, 1986.

(7) Otra crítica que abarca a Braudel en, Dosse (1987).

(8) Otros actores principales del camabio fueron Emmanuel Le Roy Ladurie en historia Moderna y François Furet en revolución francesa.

(9) Ver sobre el estructuralismo y la autonomía del lenguaje, Bourdieu 1991: 52.

(10) Documentos deSahagún, N° 1266, año 1139 y N° 1313, año 1152.

(11) Documentos de Sahagún, N° 915, año 1093

(12) Documentos de las instituciones, p. 81; Fuero general de Navarra, lib. 3, tít. 18; Documentos de San Miguel de Escalada, N° 103, fuero del año 1173, tít. 11.

(13) Documentos de Nuestra Señora de Valparaíso, N° 303, año 1491.

(14) Lex visigothorum,IX (Ant.), 1, 5; 1, 6; 1, 9, 14. idem, IX, 1, 21. Bandolerismo, idem, 1, 19. Leges burgundionum, Liber Constitutionum VI, XX. También, Bonnassie (1993).

(15) Visita a la diócesis de Segovia, testimonio del siglo XV, en el cual se nota un amplio repertorio de condenas aldeanas a los curas del pueblo, llegando en ocasiones a la agresión física. Curas que por otra parte apenas sabían decir la misa.

(16) Crónicas de Sahagún, cap. 35.

(17) Crónicas de Sahagún, cap. 72.

(18) Historia Compostelan, col. 1011.

(19) Historia Compostelan, col. 1023.

(20) Historia Compostelan, col. 1022: “partim minis, partim muneribus”.

(21) Historia Compostelan, col. 1011; col. 1023.

(22) Alamanno Acciaioli, Crónica, p. 25.

(23) Anonimalle Chronicle, p. 138: “et en alaunt devers Loundres encontrerent diverses gentz de la ley et XII chivalers de nostre seignur le roy, et les pristrent et les firent iurere as eux pur les mayntenere ou autrement ils deveroien estre decolles”.

(24) Weber, 1986; Gregorio de Tours, Historia, prólogo, col. 241-242, lib. 2, cap. 3, lib. 3; De Jong, 2001: 132 y s; Glaber, Historias, IV, II, 5; Barthélemy, 2005: 77 y s.

(25) Hilton, 1978: 14, a pesar de que en ciertas circunstancias el campesino pudo haber desarrollado una conciencia de clase; idem, p. 16:“...the ruling ideas of medieval peasants seem to have been the ideas of the rulers of society as transmited to them in innumerable sermons about the duties and the characteristic sins of the various orders of society”.

(26) Durkheim, 1937: 65: “Une religion est un système solidaire de croyances et de pratiques relatives à des choses sacrées, c´est-à-dire séparées, interdites, croyances et pratiques qui unissent en une mêmecommunauté morale, appelée Eglise, tous ceux qui y adhèrent.”.

(27) Ver, Le Goff, 1977c : 135 y s., así por ejemplo, sobre el menosprecio del trabajo agrario y del campesino en la alta Edad Media, su explicación revolotea alrededor de las representaciones: herencias ideológicas, condición jurídica del servus, regresión del realismo social, avance del universo simbólico, percepción del campesino como clase peligrosa, etc.

(28) Es una objeción formulada por, Watkins (2004: 142); cree que en gran medida estas clasificaciones nacieron de que Le Goff y sus discípulos absorbieron el lenguaje de sus fuentes: sermones, penitenciales y textos de derecho canónico. Todos estos escritos tenían un objetivo didáctico y realizaban un rígido contraste entre ideales de la Iglesia y las malas prácticas de la sociedad.

(29) Por ejemplo Watkins, 2004: 145, en lugar de la división de cultura de elite versus cultura popular toma el criterio de Burke de una gran tradición, que se dio a través de modos literarios en escuelas y universidades, y una pequeña tradición, que era localmente variada y mantenida por medios orales a través de gente iletrada en las comunidades locales. Estas dos tradiciones no estaban herméticamente selladas, y esta divisoria no puede ser aplicada tal cual a la época medieval. Por ejemplo, no había una distinción rígida entre cultura oral y escrita; fragmentos de la cultura escrita eran hechos accesibles al campesino a ravés de la predicación. Por lo tanto, toma el modelo de las dos tradiciones de Burke, pero agrega que todos los miembros de la sociedad participaban en ambas en mayor o menor grado. Ver Burke, 1991.

(30) Citado en Firth, 1977: 137.

(31) Van Engen, 1986: 537 y s., contraposición con Le Goff y su discípulo Schmitt. Así por ejemplo este último autor no desconoce formalmente la incidencia del cristianismo; ver al respecto, Schmitt, 1984: 127, pero el cristianismo es en este importante análisis solamente contexto, decorado del protagonismo antropológico. Notemos que una exótica sociedad para el estudio de antropólogos historiadores, como postula parte del medievalismo, presupone un Renacimiento mítico al estilo de Buckhardt o Voltaire, concepto rechazado de plano por Le Goff como hemos visto, o el encantamiento con la Edad Media del romanticismo, o, peor aun, las opiniones más vulgares sobre una oscura irracionalidad medieval (criterio rechazado hoy por todos los historiadores). Ver sobre algunas de estas cuestiones, Freedman y Spiegel, 1998: 693.

(32) Es un concepto de, Bligny, 1983: 31.

(33) Witold Kula había dado clases en 1963-1964 en L´école Pratique des Hautes Études, en París; ya se conocían parte de sus tesis expuestas en Kula, 1960.

(34) No es indiferente agregar que Le Goff tuvo siempre en alta consideración el aporte de José Luis Romero. Lo muestran sus citaciones, el prólogo que escribió a Crisis y orden del mundo feudo burgués (Romero, 1980), reportajes o consejos a discípulos. Según Alain Guerreau (comunicación personal), Le Goff le recomendó calurosamente que para el estudio de la Iglesia leyera La revolución burguesa en el mundo feudal (Romero, 1967). En muchos aspectos La revolución burguesa… tiene significativos puntos de contacto con La Civilisation de l´Occident médiéval de Le Goff: vocación por el análisis de totalidad, interacción de factores, apelación a testimonios literarios o de doctrina, interés por la subjetividad, etc. Este paralelismo no muestra influencias directas, y de hecho Romero exhibe una mayor sensibilidad por el cambio histórico que Le Goff.

(35) Fue una política dirigida. Así Le Goff fue enviado por Fernand Braudel a Polonia en 1959, para profundizar el diálogo con los historiadores polacos a partir de los cambios que se habían realizado desde 1956. Ver, Le Goff , 2002. Sobre la influencia de Annales en Polonia ver, Geremek, 1997.

(36) También deberían revisarse conceptos como el que expone Le Goff, Le Goff, 1977b: 119, donde habla de “la quasi disparition du travail specialisé” entre los siglos V y VIII.

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Recibido: 10-06-2014
Aceptado: 13-06-2014
Publicado: 15-07-2014

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