Sociedades Precapitalistas, vol. 9, e035, enero-diciembre 2019. ISSN 2250-5121
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Sociedades Precapitalistas (CESP)

Dossier: Acción política y comunidad en la baja Edad Media

Acusaciones, transgresiones y delitos en torno de los oficiales de la justicia regia en el obispado de Ávila (1475-1503)

Sofía Membrado

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires- CONICET, Argentina

Cita sugerida: Membrado, S. (2019). Acusaciones, transgresiones y delitos en torno de los oficiales de la justicia regia en el obispado de Ávila (1475-1503). Sociedades Precapitalistas, 9, e035. https://doi.org/10.24215/22505121e035

Resumen: El presente artículo aborda el cuestionamiento a la conducta de los corregidores y otros oficiales en los concejos del obispado de Ávila durante el reinado de los Reyes Católicos. Se revisa si las denuncias que estos agentes recibían se fundaban en tipos delictivos conformados según las normas de Cortes y pragmáticas, así como otros mecanismos de construcción del agravio que movilizaban sanciones y fallos en su contra. El análisis de la dinámica de acusaciones e impugnaciones de la que son objeto los corregidores, permite reflexionar sobre la caracterización de su oficio.

Palabras clave: Corregidores, Delitos, Acusaciones, Ávila , Reyes Católicos.

Accusations, transgressions and offenses among officers of the royal justice in Ávila bishopric (1475-1503)

Abstract: This article addresses the questioning of the behavoir of corregidores and other officers in Ávila bishopric, during the reign of the Catholic Monarchy. It considers whether the complaints that these agents received were based on tipyfied crimes, as well as other ways of structuring grievances. The analysis of the dynamics of accusations and challenges to which the corregidores are subject allows us to reflect on the characterization of their office.

Keywords: Corregidores, Offenses , Acusations, Ávila , Catholic Monarchy.

1.Introducción

La consolidación de la política de envío de jueces corregidores a los concejos urbanos que tuvo lugar durante el reinado de los Reyes Católicos fue acompañada por diversos dispositivos de control. A la par del renovado vigor otorgado a los juicios de residencia y las visitas, se avanzó en precisar los atributos que debía tener el corregimiento, así como las conductas que podían impugnarse a sus oficiales. Mediante distintas disposiciones se buscó proveer un marco definido de atribuciones y de prácticas rechazadas por la monarquía; lo que promovió una incipiente prescripción de competencias, así como una tipificación de faltas asociadas a los oficiales de la justicia regia. Esta actividad normativa no consiguió, sin embargo, poner freno a las conductas que pretendía desalentar. Las denuncias sobre diversos abusos cometidos por corregidores y otros jueces precedían a estos hitos jurídicos y continuaron tras su implementación.

El proceso de centralización política y el crecimiento burocrático del estado otorgaban una mayor visibilidad a los episodios abusivos, algo que pone de relieve la historiografía abocada al estudio de los órganos de la monarquía, a sus mecanismos de control y a la obra de juristas y tratadistas (Collantes de Terán, 1998; Losa Contreras, 2003; Riesco Terrero, 2005; Quintana Orive, 2012). Tras los instrumentos jurídicos, o a la par de ellos, se sucedían recurrentes críticas y denuncias contra los oficiales de justicia (González Alonso, 2000: 251). Los estudios institucionalistas comprenden este tipo de comportamientos como resultado de una desviación de las disposiciones ya que, en última instancia, las normas son su objeto de estudio privilegiado.

El proceso de enjuiciamiento de las prácticas de estos funcionarios de la monarquía hispánica fue abordado en profundidad por historiadores modernistas. Sus trabajos revisan críticamente el empleo de la noción de corrupción para dar cuenta de los actos objetados (Dedieu, 2000;Gil Martínez, 2017; Ponce Leiva, 2016; Andújar Castillo, Feros y Ponce Leiva, 2017). Sin embargo, el mismo fenómeno ha sido menos explorado en el campo de la historia bajomedieval -algo llamativo, considerando las continuidades de los oficios de justicia entre ambos períodos-.

Como anticipamos, entre las escasas alusiones al tema sobresale la perspectiva de corte institucional. A través de un registro descriptivo de los cargos imputados a un procurador real en Navarra, Azcarate Aguilar-Amat vincula las denuncias por cohecho, negligencia, venalidad, abuso de competencias y usurpación de la jurisdicción regia a la ausencia de mecanismos de control efectivos que caracterizaba a la región en el siglo XIV (1992: 57).

Desde la historia social de la justicia, el análisis de Mendoza Garrido (2007) plantea un panorama más general sobre la incidencia que tenían las conductas judicializadas de los corregidores y de otros oficiales. El autor estima que alrededor de la mitad de los casos que procesaban los alcaldes de la Chancillería de Ciudad Real y Granada involucraban a oficiales públicos, especialmente de justicia (Mendoza Garrido, 2007: 403); mientras que solo un 6,6% de los delitos tratados en esta instancia estaban relacionados con el ejercicio de sus cargos (Mendoza Garrido, 2007: 409). Así es como propone identificar este tipo de faltas con la categoría de “delitos de la justicia”, dentro de la cual considera casos de abusos, usurpación de jurisdicción, negligencia, prevaricación y soborno (Mendoza Garrido, 2007: 413).

Otros autores también dieron cuenta de este tipo de prácticas. López Gómez (2005) reconstruye las formas de desacato a la justicia que tenían lugar en todos los niveles de la sociedad toledana a lo largo de la Edad Media. Entre los fraudes de diversa procedencia, advierte un conjunto de acciones de los alcaldes y alguaciles que un ordenamiento dado por Fernando de Antequera a principios del siglo XV pretendió limitar, a las cuales considera “ilegalidades que lesionaban los derechos de los vecinos y moradores de la ciudad” (López Gómez, 2005: 241). Por su parte, Diago Hernando (2004) señala la permanencia durante décadas del corregimiento en poder de una familia, la acumulación de oficios, el absentismo, o la manifiesta parcialidad en favor de un sector concejil. Sin embargo, no entiende estos rasgos en términos de delitos o de faltas, sino como variaciones en el perfil institucional del oficio. Estos aspectos prueban que la política de reformas de los Reyes Católicos no estaba totalmente consolidada (Diago Hernando, 2004: 197).

La perspectiva de trabajo de Brendecke y Martín Romera ofrece un camino alternativo para comprender las prácticas más controvertidas de estos oficiales sin reducirlas a delitos o desviaciones del ideal del oficio. La utilización de la categoría de habitus permite captar las particularidades del modo en que los oficiales regios ejercían sus funciones y adaptaban su comportamiento a expectativas o a cualidades asociadas al cargo. En esta línea, Asenjo González (2017) considera fundacional la normativa de las Cortes de Toledo de 1480 y de los Capítulos de 1500, dado que atribuyen a los corregidores competencias concretas que dan lugar a la formación de un habitus específico. Sin embargo, éste también incluía un aspecto frecuentemente controversial: la tendencia de los corregidores a “no [perder] oportunidad para echar mano del dinero y aprovechar cualquier ocasión de beneficio que se le presentase” (Asenjo González, 2017: 122).

El estudio de caso de Carmona Ruiz (2017) sobre el contino real, corregidor “de capa y espada” y pesquisidor al servicio de los Reyes Católicos Díaz Sánchez de Quesada, presenta una línea de análisis similar. Los abusos cometidos por este personaje no son analizados en términos de delitos o corrupción –es decir, prácticas desviadas de la norma-, sino como parte de la idiosincrasia de una figura fuerte y eficaz en la que los reyes confiaban para intervenir en lugares atravesados por una intensa y excepcional conflictividad. Como señala el autor, la recurrencia de prácticas abusivas desplegadas por este personaje no le valen su inclusión en el campo del delito de autoridad, sino que constituyen una modalidad eficaz de desempeño de su tarea que es ponderada en esos términos por los propios soberanos.

Más allá de estas consideraciones, la cuestión de cómo se construían y procesaban las denuncias respecto de las conductas conflictivas de los oficiales regios de justicia en la Baja Edad Media no ha recibido suficiente atención, a pesar de que se trata de un asunto sustancial que atañe al funcionamiento del corregimiento en el pasaje del siglo XV al XVI.

En el presente artículo proponemos indagar qué elementos se ponían en juego para enjuiciar algunas prácticas de los corregidores. Entre la normativa que aludía al corregimiento y la impugnación concreta de las conductas de sus ocupantes no siempre había una relación de correspondencia. Como tendremos oportunidad de ver, algunas actuaciones eran cuestionadas sin hacer referencia explícita a las normas que de manera incipiente proveían un marco para la actividad; a la vez que otras solo eran reprochadas en ocasiones determinadas. ¿Cómo entender entonces el conjunto de actos reprochables que se imputaban a los corregidores y a sus oficiales subordinados? ¿Qué factores incidían, además de las leyes y normativas, en la definición acerca de lo que era o no un delito en el ejercicio de la justicia regia? ¿Qué condiciones transformaban una práctica en una transgresión objeto de sanciones legales? Se trata de advertir la pluralidad de factores que inciden en la construcción de las acusaciones y de las posteriores sanciones a los corregidores y otros oficiales de justicia, partiendo de las prácticas concretas y de la relación de fuerza entre los distintos actores.

Para el examen de esta cuestión proponemos establecer un diálogo entre las normas que regían el comportamiento de los jueces corregidores en el reino castellano y las denuncias contra su desempeño, tomando como caso de estudio a los principales concejos de villa y tierra del obispado de Ávila; principalmente, haremos referencia a Ávila, pero también a Arévalo. Estas ciudades se hallaban en el área de realengo del territorio abulense, dentro de la Extremadura Histórica.1 Los corregidores -así como otros delegados, jueces ejecutores, etc.- que actuaron en la región reunieron las características más representativas del oficio regio de justicia. Como señala Monsalvo Antón (2006), su perfil era profesional, su procedencia foránea y su recambio periódico. En especial en Ávila, debieron intervenir en una dinámica urbana determinada por la fortaleza de sus elites gobernantes,2 y por la organización política de los pecheros. La información sobre las intervenciones de corregidores y demás jueces que despertaron reproches y movilizaron denuncias procederá de una selección, de acuerdo al objeto de nuestra pesquisa, de la documentación que la Institución “Gran Duque de Alba” ha publicado del Registro General del Sello en varios volúmenes.

2. Las normas

Alrededor del impulso normativo de los últimos años del siglo XV, que culminaría con los Capítulos para Corregidores y Jueces de Residencia de 1500, operan tendencias disímiles. A primera vista, en los ordenamientos de Cortes y en las sucesivas pragmáticas puede leerse la voluntad regia de afirmar principios burocráticos entre sus funcionarios, a través de la definición de deberes oficiales, impersonales y rutinarios.3 Sin embargo, un segundo examen pone de relieve que la mayoría de los “deberes” que los corregidores estaban llamados a seguir eran en rigor límites que se intentaba poner al potencial uso prebendario de sus oficios.4Tanto el ordenamiento de las Cortes de Toledo de 1480 como las diferentes versiones de los Capítulos dan cuenta de ambos fenómenos.

La relevancia de las Cortes de Toledo de 1480 en cuanto a la política de saneamiento del reino es ampliamente reconocida. El ordenamiento que resultó de ellas se enmarcaba en un contexto particular; los Reyes Católicos buscaban legitimarse ante los sectores de poder y, al mismo tiempo, iniciar un amplio programa de reformas administrativas y fiscales que sería un hito en la conformación del derecho público castellano (Carretero Zamora, 1988; 1991).

Como resultado del malestar que la actuación de los corregidores generaba en las ciudades y de las recurrentes denuncias sobre las condiciones de su retribución, la monarquía delimitó algunas de las faltas propias del oficio. Los procuradores de Cortes reclamaban que los corregidores exigían el pago de su salario pese a encontrarse ausentes,5 a la vez que denunciaban la imposición de sumas extraordinarias. Ante tales demandas, los Reyes Católicos dispusieron por un lado que, salvo excepción, ningún corregidor podía recibir remuneración fuera del tiempo en que se encontrara personalmente ejerciendo su oficio;6 mientras que por otro, ordenaron que no arancelaran la vista de los procesos ni el dictado de sentencias, aunque sí podían seguir percibiendo los derechos que establecieran las ordenanzas de cada localidad. El desconocimiento de tales parámetros sería penado con la pérdida del oficio y con el “quatro tanto”, es decir con una multa que cuadruplicaba la ofensa.7 De esta forma, se perseguía mitigar el descontento en torno de las retribuciones de los oficiales, tanto como hacer del oficio asalariado un rasgo sustantivo del corregimiento.

Aunque las Cortes de Toledo constituyeron un punto de inflexión en la política regia sobre la justicia, serían los Capítulos para corregidores y jueces de residencia8 el instrumento que perfilara de manera más acabada el conjunto de competencias, responsabilidades y faltas de estos oficiales regios (Losa Contreras, 2003). Publicados en 1500, estos capítulos fueron el fruto de sucesivos borradores que perfeccionaban y matizaban las normas recogidas; la versión definitiva contenía instrucciones procesales, mecanismos para recaudar penas de cámara, precisaba incompatibilidades y ofrecía un catálogo detallado de prácticas usuales que debían ser condenadas. Una cuarta parte de sus normas hacía referencia a las formas de parcialidad,9 de arraigo y enriquecimiento a través del oficio,10 castigadas con aparente severidad por la monarquía.11

La apropiación de sumas por fuera de los salarios, apenas esbozada en las Cortes de 1480, podía asumir numerosas formas. Aceptar donaciones, percibir un salario mayor al estipulado en las cartas de designación y a los aranceles de las localidades de su jurisdicción,12 o llevar “derechos doblados”, eran acciones penadas con las “setenas”.13 Se trataba de este modo de combatir algunas prácticas arraigadas en la relación que estos agentes establecían con las ciudades y pueblos; los corregidores no debían aceptar dádivas ni repartimientos aunque regidores u oficiales del concejo o de la tierra alegaran que era parte de las costumbres dárselas; ni tampoco podían exigir ropas ni posada.14 También se consideraba ilícita la imposición de tarifas por el ejercicio de algunas funciones propias del oficio, como las que señalaban antes las Cortes de Toledo,15 o como la vigilancia sobre los salarios que correspondían a escribanos y jueces comisarios.16 Asimismo, se castigaba que dictaran penas pecuniarias sin ceñirse a determinados aspectos del proceso judicial –oír y sentenciar a las partes- (González Alonso, 1970: 303), que se apropiaran de parte de las mismas, aunque esto constituyera una costumbre17 y que generalizaran multas que solo correspondían a ciertos casos.18 La posibilidad de los corregidores de intervenir en el nombramiento de los oficiales subalternos del concejo para incrementar su patrimonio particular –a través del arrendamiento de los oficios, también quedaba prohibida en los Capítulos (González Alonso, 1970: 303).

La intervención en conflictos por endeudamiento19 y la injerencia en la fiscalidad20 también eran objeto de vigilancia. A su vez, se impedía la imposición de exacciones en especie.21

Además de establecer este tipo de lineamientos, tanto las Cortes de 1480 como los Capítulos de 1500 se dirigían a los jueces de residencia, cuya actuación también contribuía a definir los parámetros del corregimiento y a delinear los deberes oficiales. Si por un lado orientaban el control de conductas específicas como la parcialidad, el cohecho, la negligencia o la falta de ejecución de justicia y del castigo a los pecados públicos;22 los juicios de residencia además configuraban una instancia particular que daba lugar a la construcción de delitos situacionales. Algunas conductas sólo eran reprendidas a partir de las particularidades del contexto en que habían tenido lugar -es decir, a partir de la situación-, puesto que los demandantes podían percibir como excesos de los oficiales ciertas actuaciones no siempre contempladas en las disposiciones regias.

Los juicios de residencia constituían ámbitos específicos para encauzar quejas diversas (Collantes de Terán, 1998; González Alonso, 2000). Eran instancias que favorecían la manifestación de aquel malestar ocasionado por los corregidores que se apartaba del conjunto de faltas reconocidas por la monarquía. Haber recibido “agravios y sinrazones” era una fórmula que por sí misma investía a los reclamos de un carácter legítimo y judicializable. Por ejemplo, la residencia que en 1499 realizó el bachiller Adrián Valdés al corregidor abulense Francisco Pérez de Vargas incluía la denuncia de un vecino, Fernando de Arévalo, que afirmaba haber sido víctima de agravios y sinrazones por parte del corregidor cesante y sus oficiales.23 No eran necesarias demasiadas precisiones para hacer lugar a las quejas de los vecinos e incoar una pesquisa contra el oficial acusado.24

A la par de los dos instrumentos normativos que de modo más general se proponían regir la actividad de los corregidores, la monarquía proveyó otras normas que definían los atributos formales que los candidatos al corregimiento debían reunir; su ausencia se entendía como una falta del oficio público. Así, la pragmática de Barcelona de 1493 tenía por objeto responder a un cuadro en el que estudiantes universitarios en derecho canónico y leyes comenzaban a ejercer oficios de justicia y gobierno antes de completar sus estudios y sin haber alcanzado la edad mínima requerida.25 Para subsanar la situación irregular, los Reyes Católicos exigían que los aspirantes a oficios regios estudiaran por lo menos diez años en las universidades; al tiempo que los candidatos debían tener al menos veintiséis años.26 De este modo, los monarcas buscaban establecer un perfil definido de los oficios de justicia y administración.

Si bien entre 1480 y 1500 se incrementó la producción normativa orientada a reglar la actividad de corregidores y jueces de residencia, pocas veces se los interpelaba a la luz de estas normas. En la abrumadora mayoría de los litigios suscitados por la propia acción de los corregidores, era excepcional la referencia a las leyes de Toledo o a las diversas versiones de los Capítulos de 1500. Por el contrario, la alusión a una indefinida costumbre y a fórmulas específicas –agravio y daño, agravio y sinrazones-27 prevalecía como medio privilegiado para dotar de legitimidad a las demandas. A su vez, las denuncias terminaban conformando un conjunto abigarrado de acciones reprochables que, al ser revisada por la monarquía, muchas veces requería ampliar la información para inscribir en su contexto el desempeño de estos agentes. El carácter situacional de las acusaciones y de las respectivas sentencias dificultaba la plena definición de deberes oficiales adheridos a la institución del corregimiento.

3. Cuestionamientos, delitos y normas: una relación no lineal

Muchas de las conductas enjuiciadas a los corregidores se correspondían con la tipificación de faltas que recogía la normativa mencionada. Se trataba de episodios en los que habían exigido maravedís por encima de los límites permitidos, habían utilizado sus oficios de modo parcial, o habían descuidado procedimientos. Los procesos y las condenas que recibían en estos casos permiten reconocer por un lado, una incipiente construcción de deberes oficiales que tienden a configurar el oficio de corregidor y por otro, un intento de limitar las prácticas prebendarias que constituían parte central de la praxis cotidiana de estos agentes.

Las acusaciones por cobros indebidos en ejercicio de sus funciones eran diversas. En ocasiones, esta capacidad extractiva se fundaba en el propio ejercicio de la función. Por ejemplo, en ocasión de una visita de términos en 1495, tarea propia del oficio desde las Cortes de Toledo 28 y cuyo arancelamiento la monarquía recién prohibiría de modo explícito en los Capítulos de 1500, el corregidor abulense Antón Rodríguez de Villalobos había gravado a los pueblos de la tierra con un monto mayor a 2750 mrv.29

No obstante, era más frecuente que las denuncias describieran a corregidores que llevaban excesivos maravedís por el poder del que estaban investidos y sin necesidad de cumplir una función concreta.30 Durante el corregimiento de Francisco de Vargas, los aldeanos de Ávila denunciaron en el año 1498 que éste les demandaba el pago de un salario anual de 108.000 maravedíes, arguyendo que los monarcas así lo ordenaban en su carta de nombramiento (Monsalvo Antón, 1996: 16, 42- 43). Sin embargo, esto contradecía el monto “tasado e moderado de mucho tiempo acá” (Monsalvo Antón, 1996: 16, 42- 43), por el cual los corregidores de Ávila debían recibir 102.000 mrv. La exigencia del corregidor suponía ir, por lo tanto, contra la costumbre (Monsalvo Antón, 1996: 16, 42-43). Los soberanos impugnaron su conducta y le ordenaron no pedir ni demandar salario u otras cosas que superaran lo que “asta aquí suelen e acostunbran pagar a los otros corregidores pasados” (Monsalvo Antón, 1996: 16, 42-43). Nótese que ni la denuncia ni la sentencia anclaban en normas o leyes generales sobre el oficio -algo por otra parte impensable para determinar el monto legítimo del salario de los corregidores, que variaba de una ciudad a otra (Bermúdez Aznar, 1974: 151-152).

Si bien los abusos alrededor del salario eran faltas a las que aludían el ordenamiento de Toledo y las primeras versiones de los Capítulos, en el caso anterior tanto el cuestionamiento de los pueblos como el de la monarquía se basaba en elementos propios del contexto particular: la costumbre y el tiempo, la provisión regia que había recibido Francisco de Vargas. Por otra parte, pese a que este tipo de denuncias era recurrente, la normativa al respecto explícita y las faltas a las que aludía, delitos tipificados; estos factores no impedían que la Corona episódicamente absolviera a algunos corregidores por ellas.

Así, la clásica denuncia sobre corregidores que “syn nuestra liçençia e mandado” llevaban salarios superiores al estipulado31 podía dar lugar a un trato excepcional, como el recibido por Álvaro de Santisteban. Este corregidor, de activo protagonismo en los litigios por tierras abulenses, confesó en 1489 que “creyendo e teniendo por cierto que avía de aver de salario en cada un día de los que ocupase en la restitución de los dichos términos los dichos quinientos maravedís”, es decir trescientos más de lo establecido, “llevó e tubo en el tienpo que ocupó en la restituçión de los dichos términos…mucha más contía de lo que tuviere”.32 Lejos de exigirle el pago del “quatro tanto”, los Reyes Católicos destinaron para él, con carácter de excepción, “XM maravedís, para yda a su costa”,33 los cuales podría cobrar mediante “todas las prendas e premias e execuçiones e vençiones e remates de bienes que neçesaryos e conplideros sean”.34

Otro mecanismo que permitía la percepción irregular de recursos surgía de la inobservancia de las normas procesales a las que debería ceñirse la administración de la justicia. En 1503 el juez ejecutor Diego de Ayala eludía el procedimiento formal para ejecutar y vender los bienes de personas inculpadas por venta de pan en Ávila. Tal como llegaba la denuncia a oídos de los reyes, el juez hacía pesquisa contra los vecinos

“syn los llamar, ni oyr, ni declarar, ni publicar las personas e testigos de quien os ynformáys…e syn dar copia ni traslado a ninguna de las partes contra quien proçedéys, e que tampoco los llamáis para oyr las sentencias que dáys, ni se las notificáys”.35

En cambio, mandaba ejecutar y vender los bienes y la hacienda de los acusados, contradiciendo las leyes del reino.36 Lo que se cuestionaba al juez ejecutor no era el contenido de su sentencia, puesto que a propósito de la regulación de la comercialización del pan coexistían normativas contrapuestas.37 Por el contrario, se objetaban los procedimientos que había utilizado para alcanzarla. Los Capítulos para corregidores establecían que no se llevaran penas “sin que primero las Partes sean oídas y sentenciadas…so pena que lo paguen con las setenas”.38 En sintonía con esta disposición, a la que además hacían abierta referencia, los monarcas ordenaron al juez ejecutor recibir los descargos y oír a las partes acusadas para luego administrar justicia.39

Llegados a este punto dos consideraciones de importancia ameritan ser desarrolladas. Por un lado, las normas procesales a las que corregidores y otros jueces debían atenerse no solo se encontraban en el corpus normativo vigente para todo el reino, sino también en las instrucciones individuales que éstos recibían de los soberanos.40 Por otra parte, el incumplimiento de las prescripciones no solo podía ser motivado por el afán de obtener beneficios materiales, sino también por la necesidad de establecer relaciones de colaboración política con los sectores dominantes del concejo.

Observamos ambas cuestiones en un litigio por deudas de pan que en 1502 Gil del Tiemblo, vecino de la tierra de Ávila, mantenía con el poderoso caballero Pedro de Ávila. El corregidor Juan de Deza había recibido la orden regia de realizar una pesquisa sobre la situación patrimonial de ambas partes, a fin de otorgar una carta de espera. El pronunciamiento del corregidor parece por lo menos apresurado: sólo había tenido una entrevista con el procurador de Pedro, quien había recomendado no otorgar la carta en cuestión. Sin solicitar más pruebas, de Deza había replicado esta información ante la corte, obrando en beneficio del acreedor. Tras la denuncia de Gil del Tiemblo sobre esta conducta, los reyes ordenaron al juez de residencia que completara la tarea y obligara al corregidor saliente a pagar las costas.41

La actuación parcial de los corregidores, en connivencia con los poderosos locales, solía asumir la forma de dilaciones en el dictado o la ejecución de sentencias y era objeto de reiteradas denuncias.42 Más inusual resulta la acusación que en 1500 el concejo de Arévalo realizó contra el corregidor Juan Morales por haber designado a algunos vecinos y nativos de la villa para ocupar oficios de justicia regia, entre ellos el de alguacil.43 Tal como indicaban las normas que prohibían a los corregidores este tipo de designaciones, los oficiales cuestionados tenían su propia parentela en la villa y su tierra, “con quienes ellos tienen amistades e aficiones, e con otros enemistades e quistiones pasadas con ellos; lo qual diz que es mucho ynconvenyente”.44 Los compromisos personales que indefectiblemente se forjaban motivaban que la justicia no pudiera ser ejecutada “ygualmente”.45 En esta oportunidad, la resolución de los Reyes Católicos fue orientada explícitamente por los Capítulos de 1500, que recientemente habían publicado.46

Como pudimos observar, los cuestionamientos a la conducta de los corregidores que hemos reseñado no siempre se formulaban en términos del incumplimiento de la incipiente tipificación normativa del oficio, sino que podía hacerse en referencia a la costumbre local o a provisiones particulares que recibiera el corregidor. En adelante veremos que si para proceder contra un oficial no era imperativo apelar al cuerpo de disposiciones generales, se podía conseguir el mismo resultado formulando denuncias sobre prácticas que las leyes en algunos casos permitían y, en otros, simplemente no objetaban.

4. Otras formas de construir el delito

Aunque el control de las acciones que analizamos hasta aquí aspiraba a contrarrestar las prácticas prebendarias y a definir los contornos de un deber oficial entre los corregidores, el proceso era embrionario y coexistía con tendencias que actuaban en sentido opuesto. A la par de la condena establecida para las faltas tipificadas -como la exacción indebida de maravedíes o la parcialidad-, los corregidores eran enjuiciados por intervenciones que la normativa no contemplaba como ilícitas. Dentro de la diversidad de conductas objetadas se produce una disputa para definir qué se consideraba costumbre, cuáles eran los mecanismos procesales adecuados, o qué definía una actuación negligente. En tales circunstancias, las acusaciones contra los corregidores se nutrían de la ambigüedad y de la pluralidad de las normas, así como de la singularidad de los testimonios que aportaban las partes afectadas. En las siguientes líneas, veremos cómo se construían las denuncias y se elaboraban las sentencias contra oficiales que, al ejercer sus funciones, disponían multas o castigos.

La imposición de penas monetarias en diversas situaciones aparece como una de las principales causales de enjuiciamiento de estos agentes. Los conflictos en torno a este punto no disminuyeron tras la implementación de las disposiciones de Cortes y Capítulos; no sólo por la dificultad que significaba erradicar una costumbre arraigada, sino porque la propia naturaleza del oficio contemplaba la participación de los corregidores en determinadas penas47 y el arancelamiento de ciertos procedimientos.48 En este contexto, sin embargo, algunas denuncias apuntaban contra prácticas que en rigor no eran faltas ni delitos tipificados y cuya definición como tales era objeto de disputa.

En Ávila, los excesos atribuidos al juez de residencia Francisco de Vargas en 1494 ilustran la controversia alrededor de la retribución del corregimiento. De Vargas no solo era acusado de percibir junto a su salario el que correspondía a los alcaldes y alguaciles,49 práctica ya penalizada en algunos borradores de los Capítulos (Losa Contreras, 2003: 244); el concejo abulense también denunciaba el cobro por liberar a los presos de la cárcel pública, lo que provocaba “grande agravyo e daño”.50 Concretamente, había llevado “de cada preso que se prendyó quatro maravedís de soltar, nunca se avyendo llevado nin acostunbrado llevar”.51 Sobre la fórmula del agravio, la única referencia que señalaba la ilegalidad de la práctica del corregidor era la costumbre, campo que indudablemente constituía derecho e incluso con más fuerza que las iniciativas regias, a la vez que era un terreno de disputa de fácil manipulación para legitimar todo tipo de reclamos (Monsalvo Antón, 2006: 45). Como ya sabemos, pocos años más tarde, por medio de una provisión, los monarcas reconocerían que “Del mandado para soltar a uno o a muchos”, los corregidores podían llevar “quatro maravedís e no más”.52

Un conflicto análogo tuvo lugar en 1496, cuando se le encomendó al corregidor de Arévalo Juan Pérez que recolectara testimonios por litigios sobre los términos redondos de Ávila. No obstante que por esta tarea el corregidor recibía un monto determinado como salario diario, el procurador abulense denunció que los concejos involucrados “le davan e dieron de comer, y él lo recibió todo el tienpo que estovo en fazer las dichas provanças”.53 Recibir comida, ropa u otros regalos era considerado una forma de dádivas, algo abiertamente reprendido por la normativa (Losa Contreras, 2003: 244).54 Si bien, como en este caso, se consideraba impropio que en ejercicio de su oficio un corregidor obtuviera este tipo de bienes, el reclamo contra Pérez no se circunscribía a este aspecto. El concejo de Ávila también llamaba la atención acerca de que

“demás del dicho salario le ovieron dado de cada testigo que ante él presentavan los dichos cavalleros e dueñas e doncellas cuyos heran los dichos términos, para fazer las dichas provanças, un real, non debiéndole aver nin le pertenesçendo de derecho cosa alguna”.55

Tomar declaraciones a testigos era una función cuyo arancelamiento no estaba explícitamente prohibido por la normativa;56 sin embargo, la formulación de la denuncia asociada a otras prácticas delictivas tipificadas y al empleo de determinadas fórmulas (el corregidor había ocasionado “mucho agravio e daño” a la ciudad) convertía la acción de Juan Pérez en una forma de cohecho.

Como dijimos, los Capítulos de 1500 no acabaron con la conflictividad en torno de la percepción de derechos y, años después, se mantenían la ambivalencia y las discrepancias sobre el corregimiento como oficio asalariado y sobre las remuneraciones adscritas a las funciones desempeñadas. Así lo revelan unos capítulos que disponían reformas para la buena administración de la ciudad que los monarcas enviaron a Ávila en 1502. Entre las prescripciones, varias apuntaban a frenar ciertas conductas de los oficiales de justicia que hasta entonces no estaban reguladas. Por un lado, se llamaba a eliminar las tasas que los alguaciles cobraban a los forasteros que acudían a la ciudad para vender mercancías;57 por otro, se buscaba combatir la práctica de muchos corregidores que “cada e quando traýan a presentar ante ellos los alcaldes de los lugares de la tierra llevaban de aprobación de los dichos ofiçios çierta quantía de maravedís a los dichos alcaldes, lo qual no se devía llevar”.58

Embargos y ejecuciones también se encontraban en el centro de los cuestionamientos; aunque no se encuadraban en ninguna de las faltas previstas, sus afectados los consideraban abusivos y con un relato adecuado podían en efecto obtener condenas contra los jueces. En 1495, por ejemplo, el procurador de los pueblos y concejos de la tierra de Ávila, Blasco Fernández, denunciaba que el juez de residencia Francisco González del Fresno, en busca de recaudar derechos de ejecuciones, había dictado mandamientos contra los vecinos sin haberle mostrado primero ningún tipo de escritura pública que ordenara el acto de ejecución.59 El reclamo del procurador censuraba la actuación judicial como improcedente ya que se fundaba por la “sola synple palabra de los arrenderos e recabdadores e de otras personas” y la hacía responsable de “muchas costas e dapños”.60 Con esta fórmula, la acción del juez de residencia se convertía en una práctica objetable, aunque su impugnación no se fundara en normas específicas.61

En otro caso similar, en 1502 los Reyes Católicos castigaban la ejecución de bienes producto de una pena arbitraria impuesta por el corregidor.62 En rigor, los Capítulos de 1500 no pretendían erradicar las penas arbitrarias, sino que se limitaban a vigilar el destino de lo recaudado.63 Pero la denuncia personal ante los soberanos otorgaba al acto otro cariz; el vecino abulense Cristóbal de Villarruel reclamaba en 1502 que el corregidor Alonso Pérez de Salamanca le había puesto una pena de cincuenta mil maravedíes para que no saliera de la ciudad sin su permiso.64 Como de todas formas se había dirigido a la Corte para declarar sobre las cuentas de la ciudad, el corregidor ordenó “fazer entrega e exsecuçión en sus bienes (…) diciendo que non avía cumplido el dicho vuestro mandamiento; en lo qual diz que él ha resçibido e resçibe mucho agravio e daño”.65 La resolución de los Reyes Católicos revela que el episodio no era a todas luces un caso de cohecho; el corregidor no había incurrido en ninguna falta prevista como tal. Pese a esto, los monarcas no desestimaron el reclamo y ordenaron la suspensión temporal de la ejecución.66 La conducta del corregidor, por lo tanto, se impugnaba parcialmente a partir de la narración de una situación particular, expresada mediante la fórmula del agravio; a la vez que la propia sentencia regia también se construiría sobre consideraciones particulares.

Al año siguiente, otro incidente revela que la judicialización podía afectar también las atribuciones propias del oficio. Sancho Briceño denunciaba en nombre del concejo de Arévalo que, tras concluir el juicio de residencia al corregidor Juan Morales y su alguacil Pedro de la Serna, los procuradores del común de la villa se negaban a ejecutar las penas por las que ambos oficiales habían sido condenados. En concreto, Morales y de la Serna estaban acusados de sacar a los vecinos “fasta cinco mill prendas pocas más o menos de execuçiones e asentamientos e penas de juegos e de otras cosas las quales dichas prendas diz que valían, a justa e comunal estimación, ochoçientos mil maravedís e más”.67 Más allá del cuadro de “amistad e parçialidad” entre los procuradores y el corregidor saliente,68 la denuncia se centraba en la imposición desmedida de multas. Sin embargo, el corregidor era demandado por la toma de prendas que estaban habilitadas por la normativa. No sólo ésta facultaba a los corregidores a establecer penas en general -siempre y cuando su destino fueran las arcas de la Corona y no el patrimonio particular del corregidor-, sino que incluso las Cortes de Toledo y los Capítulos de 1500 se referían específicamente a las multas que pesaban sobre los juegos y otros pecados públicos, como en este caso.69 ¿Cómo era posible, entonces, que estas prendas y penas se consideraran indebidas y los oficiales de la justicia fueran cuestionados por haberlas llevado, si estaban encuadradas dentro de las leyes?

Todo parece indicar que un acto se constituía como delito a través de las demandas que canalizaban los juicios de residencia;70 y de la apelación directa ante los monarcas, valiéndose de las fórmulas pertinentes que convertían en lesivas las acciones (daños, agravios, costas, etc.). La resolución de los Reyes Católicos concuerda con esta construcción situacional del delito. Al no haber referencias concretas a una falta tipificada, no podían más que reunir información, remitirla al consejo y, eventualmente, dictar una sentencia.71

El empleo de apelaciones y súplicas presentadas ante la monarquía obraba como un mecanismo central para denunciar otros agravios que no se hallaban entre las faltas comprendidas en la normativa, como en el caso de la objeción a formas de castigo no pecuniario. Así, en 1499, los monarcas recibieron una súplica del procurador de los concejos de Palacios y Martín Muñoz porque el corregidor de Arévalo, Luiz Zapata, había dispuesto una pena de cien azotes para los que llevaran a pastar su ganado a los términos concejiles, “non pudiendo poner nin llevar otra pena salvo de dineros”.72 La sanción dispuesta por el corregidor se apartaba de la forma acostumbrada de punir entradas de ganado, pese a lo cual no parecía reportarle ningún beneficio directo. ¿En qué términos se podía, entonces, reprochar su conducta? Los monarcas ordenaron remitir al consejo un informe que detallara “la razón que tenéys para fazer lo susodicho para que en él se vea e provea lo que fuere justiçia”.73 Las consideraciones particulares del contexto determinarían si el criterio aplicado por el corregidor había constituido o no una falta y serían claves en la resolución del conflicto.

Los casos expuestos muestran la recurrencia con la que los corregidores recibían cuestionamientos por diversas conductas que no siempre coincidían con las faltas tipificadas de su oficio. ¿En qué se fundaban estas denuncias? Las singularidades del contexto que enmarcaba la acción censurada, así como las consecuencias negativas para los denunciantes solían incidir en la obtención de una respuesta favorable de la monarquía. Sin embargo, dado que las sentencias regias obedecían más a un cuadro de situación particular que a la sanción de delitos normalizados, los fallos no delimitaban una esfera de deberes oficiales, ni sentaban precedentes de valor para moldear el corregimiento.

5. Conclusiones

A lo largo de estas páginas hemos revisado un conjunto de prácticas de los corregidores, con el objetivo de comprender la dinámica que regía su censura. Muchas denuncias apuntaban contra la comisión de acciones tipificadas como delitos, que preveían penas específicas. La imposición de sumas por fuera del salario, las actuaciones viciadas por parcialidad o la inobservancia de ciertos pasos procesales eran recogidas en la normativa y recurrentemente imputadas a los oficiales de justicia. Pero el arco de conductas reprochables por las cuales un corregidor podía ser condenado era mucho más amplio y abarcaba aspectos que las normas no contradecían. En ocasiones, el arancelamiento de algunas funciones, la ejecución de penas, el establecimiento de castigos, o la dilación de algunos procedimientos no eran tipos delictivos previamente configurados, sino prácticas percibidas y señaladas como nocivas en el contexto de una situación particular.

La diferencia de status entre los dos tipos de acusaciones no ejercía una influencia determinante en la resolución del enjuiciamiento. En efecto, solo una pequeña minoría de denuncias y sentencias se apoyaba en la mención de ordenamientos de Cortes o pragmáticas. En su lugar, prevalecían otras estrategias para construir las conductas como delitos: por un lado, la utilización de determinadas fórmulas que otorgaban veracidad y gravedad a las faltas; por otro, la narración en primera persona de la situación en que habían tenido lugar los agravios y sus efectos lesivos para la parte denunciante, así como la apelación a la costumbre y la disputa de sentidos sobre qué significaba un procedimiento correcto o uno negligente, una pena desmedida o adecuada, etc.

Esta singular dinámica de enjuiciamiento era posible por la naturaleza de las normas bajomedievales. En el contexto de una pluralidad de derechos y jurisdicciones propia de la sociedad feudal, el proceso de centralización política se expresa en un significativo incremento de la actividad legislativa de la monarquía. Sin embargo, la creación de ordenamientos jurídicos es indisociable de la aplicación personal de la justicia. Junto a las disposiciones de 1480 y los Capítulos de 1500 la justicia regia avanza caso por caso, respondiendo peticiones, súplicas y apelaciones en torno de las actuaciones de corregidores y jueces de residencia. La pugna entre prácticas aceptadas y condenadas se vale de la casuística que impera en la construcción situacional de los delitos de los oficiales. En este sentido, las circunstancias en que tuvieron lugar las actuaciones y la forma en que son enunciadas constituyen elementos fundamentales.

Si bien la legislación que produce el programa reformista de la monarquía contribuye a imprimir en los corregidores un perfil burocrático, limitando su impronta prebendaria, ¿qué efectos tiene su procesamiento judicial por delitos que son construidos “en situación”? Esta forma de abordaje de las denuncias produce una contradicción entre la regulación personalizada del oficio y su potencial sujeción al imperio de normas abstractas.74 Tanto al indicar comisiones específicas para cada corregidor, al revisar la pertinencia de las acusaciones caso por caso, así como al sentenciar de acuerdo al contexto y no estrictamente a las normas, la monarquía configura el perfil del corregimiento a través de disposiciones dictadas para circunstancias particulares, solo válidas para ellas. La receptividad de los soberanos a una multiplicidad de demandas no necesariamente fundadas en la normativa, somete a los corregidores a impugnaciones más o menos permanentes. Pero aunque de este modo la Corona condiciona la actuación de sus agentes, expuestos a una constante litigiosidad, al mismo tiempo consigue fortalecer su potestad imperativa.

Solo de ese modo se explica que hábitos repetidamente condenados como la exacción extraordinaria de sumas de dinero fueran episódicamente absueltos. Si el contexto o las consideraciones particulares influían en la condena regia de ciertas conductas lícitas, también favorecían la absolución de otras que no lo eran. El incipiente proceso de racionalización del oficio actuaba junto a una lógica de matriz feudal que condicionaba su desarrollo. En última instancia, se trata de agentes cuya función se encuentra atravesada por la tensión entre el salario y la prebenda.

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Notas

1 En relación a Arévalo, su incorporación definitiva al realengo se produce en las Cortes de Toledo de 1480 (Monsalvo Antón, 2006: 87).
2 El concejo abulense estaba integrado por titulares de pequeños señoríos, algo no tan común en el conjunto de los concejos de realengo castellanos (Monsalvo Antón, 2006: 88).
3 La burocracia moderna funciona mediante formas específicas, entre las cuales es central la sujeción a normas y regulaciones administrativas; de allí que la actividad burocrática esté estructurada a partir de deberes oficiales del cargo, de cumplimiento regular y continuo (Weber, 1986: 168). La existencia de deberes oficiales define una lealtad al cargo estrictamente moderna, que “se adhiere a finalidades impersonales y funcionales” y es fundamentalmente distinta de la relación personal propia de formas de autoridad feudales (Weber, 1991: 16).
4 Weber llama “prebendalismo” a la administración que se basa en servidores patrimoniales cuya retribución está dada por la “apropiación de probabilidades de rentas, derechos o tributos” (2002: 188). Esta retribución implica un usufructo económico del oficio pero no su apropiación, por lo que los pagos asignados al funcionario “son bienes separados permanentemente para la seguridad económica del cargo” (Weber, 1986: 182).
5 Cortes, 1882, tomo IV: 136 (1480). El ausentismo no fue, sin embargo, una problemática que afectara al oficio en el período estudiado en Ávila.
10 Los Capítulos estipulaban que ningún corregidor comprara heredades o edificase casas en su jurisdicción, “ni use en ella trato de mercaduría, ni trayga ganados en los términos, y valdios de los Lugares de su Corregimiento”, bajo pena de perder todo aquello para la Cámara de los Reyes. González Alonso, 1970: 300 (1500). Pretendían así limitar el lucro a través del oficio y evitar el arraigo en el lugar, puesto que ello implicaría establecer vínculos sociales que podrían dar lugar a nuevas formas de parcialidad.
11 Mientras que en las Cortes de Toledo llevar sumas ad hoc se penaba con el “quatro tanto”, en los Capítulos, prácticas similares se castigaban con las “setenas”, resultantes de multiplicar la ofensa castigada por siete.
18 Los corregidores no debían llevar “derechos de homecillos, salvo en causa de muerte de hombre, o de muger, o en caso que el culpado merezca pena de muerte”. González Alonso, 1970: 303 (1500).
19 Prohibían los derechos de ejecución hasta que el acreedor “sea pagado, o se diere por contento”. González Alonso, 1970: 302 (1500).
20 Los reyes establecían que “no lleven parte de las Alcavalas, o Sissas, o imposiciones, o descaminados, por las sentenciar, ni por las executar, ni en otra manera”. González Alonso, 1970: 303 (1500).
24 La imprecisión de las denuncias que recogían las residencias manifiesta que no sólo controlaban la actividad de los corregidores a la luz de delitos tipificados, sino que también canalizaban tensiones sociales e individuales. Van en este sentido los apuntes de Sergio Angeli sobre el juicio de residencia como un ejercicio ritual más que como un mecanismo de control (2012: 189).
27 Las fórmulas son entendidas como frases estereotipadas cuya repetición regular funciona tanto de modo performativo como normativo (Firnhaber-Baker, 2012).
37 Mientras que algunas pragmáticas regias habilitaban su libre tráfico al interior del reino (Cortes, III, 1886, 695), las ordenanzas locales solían ser más restrictivas, a la vez que los Capítulos de 1500 ordenaban a los corregidores atenerse a estas últimas para garantizar el abastecimiento urbano (González Alonso, 1970: 303). Al respecto, ver también Oliva Herrer (2007: 263).
40 Este aspecto relativiza la constitución acabada de deberes oficiales para la actividad de los corregidores, puesto que en la mayoría de los casos su actividad derivaba de las resoluciones individuales que para ellos disponían los monarcas. Weber destaca esta dinámica como propia de los imperios pre modernos y de las estructuras de Estado feudales, donde la actividad de los funcionarios sigue un rumbo casuístico, puesto que “el gobernante ejecuta las medidas más importantes por medio de administradores personales, compañeros de mesa o cortesanos” pero “sus comisiones y autoridad no se hallan precisamente delimitadas, y se formulan temporalmente para cada caso” (Weber, 1986: 168).
42 García Pérez, 1998, doc. 8: 24 (1500); doc. 36: 69 (1500); García Pérez, 2007, doc. 64: 149 (1502). La parcialidad de los corregidores en beneficio de caballeros y regidores era especialmente denunciada en el contexto de los conflictos por la disposición de términos comunes (Jara Fuente, 2002-2003).
47 Así se aprecia en los Capítulos de 1500 que permitían “que los dichos Jueces, y Alguaciles puedan llevar para sí la parte de las dichas penas, que les dan las Leyes de nuestros Reynos en aquellos casos que se las dan”. González Alonso, 1970: 310 (1500).
48 En 1503, los Reyes Católicos ordenaban a las autoridades de Ávila cumplir con una carta regia que regulaba los derechos que podían tomar las justicias. En ocasión de causas criminales, diversos procedimientos suponían el derecho a llevar determinadas sumas de maravedíes. Por ejemplo, librar despachos y provisiones cuando no se podía localizar a un delincuente; intervenir en casos de pena de muerte; dar órdenes de captura o de liberación; dictar sentencias interlocutorias y definitivas; dar cartas de receptoría para tomar testimonios, etc., eran prácticas aranceladas. Por su parte, las causas civiles también permitían cobrar tarifas por procedimientos judiciales básicos, como dar orden de ejecutar una sentencia; realizar emplazamientos en la tierra; dictar “la rebeldía de emplazamiento”; dictaminar sentencias interlocutorias y definitivas; ordenar mandamientos de embargo, etc. Ladero Quesada, 2007, doc. 50: 123-124 (1503). La actualización de los montos que los oficiales de la justicia estaban autorizados a llevar se sometía a la costumbre de cada lugar, lo que limitaba el imperio de la ley regia, reservándola solo para casos en que no existiera tradición al respecto. Ladero Quesada, 2007, doc. 50: 123 (1503).
56 En rigor, las cartas de receptoría para testigos sí estaban aranceladas. Cfr. nota al pie n° 15.
61 Alfonso Antón señala la “existencia de una cultura legal de larga duración” en la que “primaba el testimonio oral de los testigos, base fundamental de toda pesquisa, sobre las pruebas escritas” (2010: 250). Esto era evidente en los pleitos por tierras, en los que ejercían mayor peso probatorio los testimonios arraigados en la memoria que los documentos legales como las escrituras; pero otro tipo de conflictos abrían la disputa acerca de los procedimientos judiciales, planteando la preferencia por otras pruebas.
62 Además de las penas pecuniarias regulares, durante la Baja Edad Media “los jueces estaban facultados para imponer penas pecuniarias arbitrarias, sobre las cuales no existía una regla general en lo referente a su reparto” (Alonso Romero, 1985: 30).
70 Los capítulos para jueces de residencia ordenaban “hacer pregonar la Residencia, para que si huviere algunas quexas del Assistente, o Gobernador, o Corregidor, o de sus Oficiales para que las vengan a dar”. González Alonso, 1970: 312 (1500). Además de los aspectos reglados que debían controlar y averiguar, esta instancia se orientaba a recoger tensiones, inconformidades y reclamos no tipificados contra los corregidores y sus oficiales.
74 Este aspecto nos aleja de interpretaciones que encuentran al imperio de la ley regia como una fuerza directriz de la dinámica política de los concejos castellanos (de Bernardo Ares, 1996: 33-34).

Notas de autor

Profesora de enseñanza media y superior en Historia (FFyL, UBA). Becaria doctoral Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y doctoranda FFyL, UBA. Sus investigaciones se centran en las instancias judiciales provistas por la monarquía castellana en el ámbito concejil, desde una perspectiva teórica que asume la consideración crítica de los atributos estatales-burocráticos de las formas políticas bajomedievales. Actualmente integra el proyecto UBACyT “Poder y relaciones sociales en el feudalismo, siglos VIII al XVI”, dirigido por el Dr. Carlos Astarita.

Recepción: 18 Diciembre 2018

Aprobación: 15 Marzo 2019

Publicacón: 03 Mayo 2019

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