Sociedades Precapitalistas, vol. 6, nº 2, e018, junio 2017. ISSN 2250-5121
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Sociedades Precapitalistas (CESP)

 

ARTICULOS / ARTICLES


Reflexiones en torno al eremitismo visigodo. Los casos de San Millán y Valerio del Bierzo


Gonzalo Cané

Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Argentina
gonzalolionelcane@gmail.com



Cita sugerida: Cané, G. (2017). Reflexiones en torno al eremitismo visigodo. Los casos de San Millán y Valerio del Bierzo. Sociedades Precapitalistas, 6(2), e018. https://doi.org/10.24215/22505121e018

 

Resumen
La cristianización de la Europa posromana dio a luz una variedad de formas y modos de vivir la experiencia religiosa y de realizar la conversión al cristianismo: el ascetismo, la renuncia sexual y el ayuno son rasgos largamente reconocidos por la historiografía que estudia el mundo monástico. Sin embargo, este periodo presenta también otras formas de vivir la conversión a la fe cristiana, tal es el caso de los eremitas que por fuera de los cenobios realizan una forma peculiar de ascetismo. En este trabajo intentaremos rastrear algunas de las características del fenómeno eremítico en la sociedad visigoda de los siglos VI y VII a la luz de las vidas de San Millán y de Valerio del Bierzo. En síntesis, en la época en que construyen su autoridad los obispos proponemos leer el fenómeno eremítico en relación con las reglas monásticas y los concilios de la iglesia visigoda como modo de caracterizar las formas y las tensiones que permean las prácticas cristianas en la península ibérica a lo largo del periodo.

Palabras clave: Eremitismo; Ascetismo; Autoridad; Visigodos


Reflections on visigothic eremitism. The cases of San Millán and Valerio del Bierzo.

 

Abstract
The Christianization of post-Roman Europe gave birth to a variety of forms and ways of living religious experience and the conversion to Christianity: asceticism, sexual renunciation and fasting are traits widely recognized by the historiography that studies the monastic landscape. However, this period also presents other ways of living the conversion to the Christian faith, as is the case of the hermits who outside the monastery perform a peculiar form of asceticism. In this work we will try to trace some of the characteristics of the hermit phenomenon in the Visigothic society of the sixth and seventh centuries in the light of the lives of San Millán and Valerio del Bierzo. In summary, at the time when bishops are building their authority, we propose to read the hermit phenomenon in relation to the monastic rules and councils of the Visigothic Church as a way of characterizing the forms and tensions that permeate Christian practices in the Iberian Peninsula throughout the period.

Keywords: Eremitism; Asceticism; Authority; Visigoths

 


Isidoro de Sevilla señala en un pasaje de su regla: “Nadie solicitará para sí una celda separada apartada de la comunidad, para que, a pretexto de reclusión, le sea ocasión de vicio apremiante u oculto, y, sobre todo, para incurrir en vanagloria o en ansia de fama mundana (Reg. Isidori, XIX: 478-481). Efectivamente, y para disgusto del obispo hispalense eran numerosos los eremitas que solicitaban celdas aparte en los monasterios o que abandonaban la vida de los cenobios para vivir en las soledades de los montes del norte de la península ibérica durante los siglos VI y VII.

De hecho, fue la “fama mundana“ de uno de estos hombres, Felices de Bilibio, la que llevó al joven Millán a dejar su vida secular de pastor de ovejas para convertirse en pastor de hombres, según la expresión de su biógrafo Braulio de Zaragoza (Vita Sancti Aemiliani, I, VIII). Para el futuro San Millán, a diferencia de Isidoro, la conversión a la vida cristiana implicó una ruptura total con el siglo y el inicio de una vida de estricto ascetismo, en la cual la obediencia a una regla y la participación en una comunidad monástica, como la recomendada por Isidoro, están del todo ausentes.

En este sentido, es posible pensar que la cristianización1 de la Europa posromana dio a luz una variedad de formas y modos de vivir la experiencia religiosa y de realizar la conversión al cristianismo: el ascetismo, la renuncia sexual y el ayuno son rasgos largamente reconocidos por la historiografía que estudia el mundo monástico. Sin embargo, este periodo presenta también otras formas de vivir la conversión a la fe cristiana, tal es el caso de los eremitas que por fuera de los cenobios realizaron una peculiar forma de ascetismo.

En este trabajo intentaremos rastrear algunas de las características del fenómeno eremítico en la sociedad visigoda de los siglos VI y VII a la luz de las vidas de San Millán y de Valerio del Bierzo. Si bien las fuentes documentales son escasas, es posible realizar una lectura que articule los relatos biográficos de Millán y Valerio junto a las reglas monásticas del periodo, así como las actas de los concilios realizados por la iglesia goda.

La historiografía sobre el periodo tiende a resaltar el proceso que, a lo largo de los siglos V a VII, consolida la posición de los obispos en el contexto de las reformulaciones políticas que implican la caída del Imperio Romano de Occidente y la formación de los reinos romano-germánicos que le suceden. Sin embargo, intentamos en este trabajo ampliar el panorama y explorar la pluralidad de formas en las que se asume la vida cristiana en la época, las cuales tienden en algunos casos a desdecir las prescripciones presentes en reglas y concilios. Veremos que este poder episcopal busca, entre otros aspectos, definir su rol en la sociedad cristiana a partir, por ejemplo, del control de los rasgos de la sacralidad.

En síntesis, en la época en que construyen su autoridad los obispos y los abades proponemos leer el fenómeno eremítico en relación con las reglas monásticas y los concilios de la iglesia visigoda como modo de caracterizar las tensiones que permean las heterogéneas prácticas cristianas en Hispania. A lo largo de este proceso, intentamos rastrear las formas en las que se construye poder social a partir de los elementos dispersos y fragmentados que los códices y la arqueología nos proveen (Sarris, 2011: 14). Los gestos, las acciones y los textos mismos operan como dispositivos capaces de generar identidad, clasificar y calificar. Las fuentes en cuestión son parte de la puesta en acto de diversos poderes que operan en un paisaje de prácticas y símbolos de por sí plurales.

El eremitismo constituye un elemento presente en el paisaje ibérico desde aproximadamente el siglo VI. Sin embargo, la escasez de fuentes documentales ha limitado significativamente la exploración de este tipo de vida en el mundo hispánico y ha contribuido también a nublar sus orígenes (Díaz y Díaz, 1992: 209). Respecto a esta cuestión, la arqueología ha salido al ruedo iluminando distintos aspectos de la ocupación del espacio fundamentalmente rupestre característico de este tipo de vida2.

Los eremitas tenían por hábito vivir en cuevas en los montes del norte peninsular, en esto coinciden tanto las fuentes documentales como arqueológicas. Sin embargo, el estudio de los restos materiales presenta una serie de dificultades que han limitado nuestro conocimiento de este tipo de asentamientos3. La denominada “Tebaida berciana”, en alusión a la Tebaida egipcia, patria de Antonio y Pacomio, ocupaba por entonces el territorio de El Bierzo, región septentrional de la antigua provincia romana. Allí, en entornos naturales, rurales, en cavernas inhóspitas, apenas talladas por la mano del hombre elegían vivir estos hombres volcados a la perfección espiritual que encontraban en las alturas el desierto hostil de su penitencia4.

En estos lugares los solitarios habitaron espacios rústicos y reducidos que en general no incluían más que un oratorio y una celda que hacía las veces de vivienda. De este modo, convirtieron los montes del norte de la península en su versión del desierto egipcio. En palabras de Valerio del Bierzo: “en mi huída al desierto, encontré un terreno a juego con la dureza y maldad de mi corazón (...), situado en una altura en la cima de un monte, lejos de toda vivienda humana” (Val. Berg., Ordo querimonie prefati discriminis, 2). Y Braulio describe cuando Millán: “arribó a los lugares escarpados y retirados de los montes Distercios, estando cerca de su cima en la medida que lo permitían la naturaleza del clima y las condiciones del bosque, y convertido en huésped de las cumbres, sin relación con seres humanos, disfrutaba exclusivamente del consuelo de los ángeles” (Vita Sancti Aemiliani, IV, XI). El tópico del desierto y la vida aislada está presente también en la hagiografía dedicada a Fructuoso. Allí se señala que el hombre santo luego de su intento por vivir en compañía de otros, se entrega a la vida solitaria. Pese a su alejamiento de todo asentamiento humano la fama de su santidad genera que muchos lo busquen y quieran conocerlo. Su vida de ermitaño es puesta en peligro por unos pequeños pájaros negros que lo siguen y señalan a voces su paradero (Vita Fruct., IX).

Si bien la historiografía remarca el carácter fronterizo y marginal que ocuparon los eremitorios en la geografía hispánica (regiones del Bierzo y la Rioja principalmente) es preciso recordar que los anacoretas y sus hábitats rupestres constituían una presencia generalizada en el orbe cristiano del periodo5. Al respecto, resulta importante dar cuenta de las vías de comunicación que unían la península ibérica con las lejanas tierras de Egipto, Siria y Palestina.

Son numerosos los testimonios que constatan las comunicaciones entre Hispania y las regiones orientales entre los siglos IV y VII. Podemos enumerar tanto las relaciones de intercambio comercial con Bizancio, las embajadas y vinculaciones políticas con Constantinopla, las travesías de monjes sirios, palestinos y egipcios por las costas del Mediterráneo así como las peregrinaciones a Tierra Santa (Fernández Ardanaz, 1999: 204). Sirva de ejemplo el caso de Egeria, dama de la aristocracia hispano-romana del norte ibérico que a fines del siglo IV recorrió Egipto, Palestina y Constantinopla dejando registro de la travesía en su Itinerarium ad Loca Sancta. Al respecto, otro caso notable que vincula Hispania con las regiones orientales la encontramos en Martín de Braga. Nacido en Panonia en el siglo V y formado en Palestina conoció de primera mano a los monjes de las Tierras Santas antes de predicar en el norte de la península ibérica y convertir a los suevos a la fe nicena.

De este modo, podemos pensar que la sociedad cristiana que se gesta en ambas márgenes del Mediterráneo habla de alguna manera una lengua común. Las vidas de los santos Antonio y Pacomio y las virtudes de los monjes sirios y palestinos son conocidas en Hispania así como las elaboraciones de los concilios galos y orientales son retomadas por los que se realizan en la península6. Esta lengua común producto de una civilización basada en las Escrituras realiza lo que Peter Brown llama una “comunidad textual” (Brown, 2013: 14). Formación paulatina de un vocabulario compartido encarnado por caso en la meditación de los salmos y en la ritualidad común propia de una liturgia que se empeña en recrear el sacrificio del Hijo. En este caso, la propagación de ciertas formas ascéticas, rurales, itinerantes, carismáticas nos habla también de los cambios que vive la Europa del periodo.

Resulta propicio considerar aquí a Fructuoso, monje y obispo de Dumio y Braga. Figura fundacional del monaquismo hispánico, conocemos su itinerario principalmente gracias a la hagiografía que en su honor fue compuesta c. 690 (García Iturrospe, 1997: 136). Esta obra se conservó en la compilación ordenada por Valerio del Bierzo y, en consecuencia, la mayoría de los editores tradicionalmente la han considerado de su autoría. Sin embargo, a partir de la edición crítica realizada por Díaz y Díaz en 1974 la autoría por parte de Valerio de la Vita Fructuosi ha sido fuertemente discutida. Se considera entonces que la obra es anterior a Valerio, tuvo influencia en sus escritos y fue, de este modo, incluida en su compilación7.

La Vita Fructuosi constituye una fuente de primer orden para conocer el contexto en el cual se desarrolló el eremitismo en época visigoda así como la circulación de los modelos orientales ascéticos en Hispania. El autor inicia la obra ponderando a Isidoro y Fructuoso como los pilares de la cristiandad peninsular (Vita Fruct, I). El primero, exponente de la elegancia y persuasión de la retórica romana. El segundo, hijo dilecto de los padres de la Tebaida egipcia.

Quizás uno de los rasgos sobresalientes de la vida de Fructuoso es su singular labor en la fundación de monasterios. A través de la vita es posible reconstruir algunos detalles acerca de la creación de numerosos monasterios a lo largo y ancho de las regiones de Gallaecia, Lusitania y Bética. Díaz Martínez, en un trabajo reciente, analiza la ingente actividad cenobítica de Fructuoso como una estrategia posible para llevar a cabo la cristianización del territorio del norte de la península (2015: 343). De este modo, la instalación de cenobios rurales sería una forma adecuada de incorporar formas de asentamiento y trabajo campesino en estructuras económicas de matriz cristiana8. En conjunto con la creación de cenobios, Fructuoso escribió una regla para monjes cuya nota distintiva es en parte su gran rigurosidad. Debemos considerar también la existencia de otra regla conocida como Regula communis, más leve que la de Fructuoso aunque probablemente nacida también de su entorno.

Quisiéramos en este trabajo acercarnos a la compleja trama de tensiones que rodean las prácticas cristianas durante la tardoantigüedad y el altomedioevo. Para ello, Millán y Valerio del Bierzo constituyen dos casos peculiares los cuales contribuyen a mostrar la pluralidad de formas presentes en el eremitismo como opción de vida. Así como también el modo en que clérigos y obispos recepcionan la presencia de solitarios en sus vecindades. De esta manera, pensamos es posible deconstruir un paisaje dominado, en gran medida, por las figuras de los obispos y abades en plena construcción de sus bases de poder. Debemos considerar también el contexto de cada caso, teniendo en cuenta que Millán y Valerio se encuentran en puntos distintos del arco temporal que recorre el reino visigodo en la península.

Conocemos a Millán, nativo del territorio riojano9, principalmente gracias a la vida que de él escribe Braulio10, obispo de Zaragoza, c. 640, unos sesenta años después de la muerte del santo (Valcárcel, 1997: 380). Allí nos enteramos que Millán recibe a sus veinte años el llamado divino que lo conduce a abandonar las tareas mundanas para vincularse con Felices de Bilibio (Vita Sancti Aemiliani, I, VIII), eremita que habitaba en la zona y al cual conoce por el tipo de fama a la que hacíamos mención al inicio del trabajo.

Si bien Braulio define a Millán como un sencillo pastor de ovejas debemos considerar como posible el uso de tópicos propios del género hagiográfico, en este caso el juego entre las nociones de pastor de ovejas y de hombres. Incluso, se ha propuesto la posibilidad de ver en Millán a un hacendado. Ibáñez Rodríguez, en este sentido, señala que si bien no sabemos nada de la vida juvenil de Millán como tampoco acerca de su familia podemos suponer una familia acomodada que le costea los estudios, una explotación ganadera que permite verlo como pastor y la posesión de un caballo, signo de prestigio (1997: 394). Aunque la hipótesis resulta sugerente, debemos advertir que la ausencia de documentación en este sentido dificulta seriamente conocer tanto la posición socioeconómica de Millán así como los primeros tiempos del monasterio en la región.

En el caso de Valerio del Bierzo, su vida nos llega a partir de una serie de pequeñas obras autobiográficas11 escritas a fines del siglo VII12. En general, se considera que Valerio las escribe en el tramo final de su vida en el monasterio de San Pedro de Montes. Sin embargo, gran parte de su trayectoria se caracteriza por un recorrido peculiar que lo lleva a recorrer numerosos espacios: el monasterio de Compludo13, los montes solitarios de la región, la finca en Ebronanto y el monasterio de Rufiana. Todos con singular fracaso y amargo desenlace.

Al igual que Millán, Valerio también siente el llamado divino que lo vuelca a la vida ascética, en su caso, luego de abandonar la práctica de las artes liberales14 (Val. Berg., Ordo Querimonie prefati discriminis, I). Sin embargo, a diferencia del primero, Valerio tiene su primera experiencia en un monasterio. En este caso el monasterio de Compludo, fundado tiempo antes por Fructuoso.

No obstante, esta experiencia se torna para Valerio en fracaso: “creí haber llegado a la luz de la verdad; pero impidiéndomelo las olas del mar del mundo, y más aún el viento venenoso del demonio (…) no logré llegar al ansiado puerto” (Val. Berg., Ordo Querimonie prefati discriminis, I). Desilusionado, deja el monasterio en pos del monte “lejos de toda vivienda humana” (Val. Berg., Ordo Querimonie prefati discriminis, II).

Resulta significativo que en el caso de Millán la vía cenobítica, comunitaria de vida ascética esté del todo ausente y en el caso de Valerio constituya de plano un fracaso. De hecho, Valerio mismo remarca que tanto “el mundo” como “el demonio frustraron sus planes de perfeccionamiento moral. Observamos que de acuerdo con nuestros eremitas, en ambos casos la vida comunitaria no constituye un espacio apto para la vida ascética, ni siquiera como instancia formativa, de tránsito. En el caso de Fructuoso también hallamos una serie de incidentes que surgen entre el santo y el mundo. Podemos inferir de la Vita Fructuosi que el ejercicio del ascetismo encuentra obstáculos permanentes al estar en contacto tanto con hombres de la iglesia como laicos15.

Si recordamos la tipología de monjes prescripta por San Benito en su regla nos encontramos que los anacoretas son: “aquellos que no por un fervor de novato en la vida monástica, sino tras larga prueba en el monasterio, aprendieron a luchar contra el diablo ayudados por la compañía de otros, bien formados en las filas de sus hermanos para el combate individual del desierto” (Reg. Benedicti, I, II). En esto coincide también Isidoro que como veíamos al inicio del trabajo condena en su regla a los monjes que piden celdas separadas. Incluso Benito hace explicita su opinión al considerar que “el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad” (Reg. Benedicti, IV, 78). Sin embargo, los casos de Millán y Valerio ponen en entredicho la hegemonía del cenobio como espacio para la práctica ascética.

A partir de estas lecturas es posible poner en cuestión el valor que tiene un personaje como Felices de Bilibio y el mismo Millán, en tanto practicantes solitarios de la virtud ascética. Al respecto, Braulio deja constancia de que mientras “algunos hechos, relatados en esta obra, son de tal naturaleza, que deben ser imitados enteramente por nosotros o por cualquier persona, otros fueron concedidos a aquel hombre santísimo tan en exclusiva, sin embargo, que con el estupor que nos causa deben hacernos diligentes en la alabanza divina; pues a la generalidad corresponde desear normas comunes, pero disfrutar de dones singulares pertenece únicamente a quienes el Omnipotente dispuso concederlos” (Vita Sancti Aemiliani, Praefatio, VI). No obstante, Braulio evita detallar cuáles son estos hábitos dignos de imitación.

En cambio, Valerio sostiene que “es realmente un gran esfuerzo, si se lucha por conseguir altas cotas y no se puede llegar a la cima, si no se pone uno entero luchando duramente (…). Pues la primera recompensa de victoria es llegar arriba dominándose a sí misma la persona (…) ese realmente luchó y venció” (Val. Berg., Ordo Querimonie prefati discriminis, IV).

Lo que está en juego es cuál es el valor que corresponde reconocer al esfuerzo individual, a la práctica autoimpuesta del ascetismo. ¿Resulta admirable? ¿Es digno de imitación? ¿O por el contrario, es una práctica repudiable? Si recordamos las palabras de Isidoro es posible responder que no. Aquellos solo buscan “fama mundana”. Sin embargo, fue esa fama, la notitia de uno de estos hombres, Felices de Bilibio, la que volcó a Millán a seguir su camino. En el mismo sentido, con motivo de su fama hombres distinguidos y nobles del reino visitaban a Fructuoso. Muchos de ellos convertidos posteriormente en obispos (Vita Fruct., VIII). Braulio en su lectura de la vida del santo tiene el reparo de distinguir actos dignos de imitación de aquellos otros reservados a los iluminados. Sin embargo, evita enumerar cuales son en cada caso.

En efecto, a diferencia de Valerio, defensor del esfuerzo individual en la práctica ascética, las opiniones de Millán nos llegan mediadas por la voz de Braulio. Su posición de obispo de alguna manera impregna la lectura que hace de los hábitos rigurosos de un hombre que no aprendió su virtud en el interior de un cenobio; sin condenarlas por este motivo, tiene el reparo de no estimular su imitación.

Un episodio en la vida de Millán nos ilumina la relación del santo con el orden eclesiástico. Al momento que Millán se encontraba en los montes Distercios sucedió que Dídimo, obispo de Tarazona, lo nombró clérigo y le encargó la iglesia de Vergegio. Poco tiempo duró en su puesto el nuevo presbítero, ya que tomó por costumbre entregar los bienes de la iglesia a los pobres. Esto despertó el enojo de los clérigos quienes lo acusaron con el obispo. Aquí Braulio se detiene en mostrar que el obispo, al conocer las acusaciones contra Millán “se desata en duras invectivas contra él: descargada de su cólera, según es típico de un espíritu ebrio de furor” (Vita Sancti Aemiliani, VI, XIII). Con este episodio concluye la breve experiencia de Millán como presbítero integrado al orden eclesiástico.

En este caso, Braulio exalta la actitud de Millán al entregar los bienes de la iglesia a los pobres y condena en su descripción la denuncia de los clérigos y la reacción del obispo, ya que el santo “entregaba el patrimonio de Cristo a los pobres amados de Cristo, enriqueciendo a la Iglesia de Cristo con acciones virtuosas, no con bienes; con espíritu religioso, no con rentas: con cristianos, no con tesoros” (Vita Sancti Aemiliani, V, XII). Sin embargo, no comparte la opinión que sobre el tema establece la iglesia visigoda en el VI Concilio de Toledo realizado en el 638. En su canon V los obispos establecen “que los bienes asignados a los clérigos no deben salir de la iglesia”. Y agregan: “decretamos que cualquier clérigo o cualquiera otra persona a quien le estén asignados algunos bienes eclesiásticos por la generosidad de cualquier obispo, debe reconocer por escrito que los posee bajo el título de precario, para evitar que una larga posesión perjudique el derecho de la iglesia” (Conc. Tol, VI, V). Braulio, en su calidad de obispo de Zaragoza es, paradójicamente, uno de los firmantes de las actas conciliares.

Por su parte, Valerio relata también en sus obras una serie de conflictos con el orden eclesiástico. Luego de su breve estadía en el monasterio de Compludo y abandonado a la idea de prosperar en su vida ascética decide partir a las soledades del monte. Allí nuevamente la paz se ve truncada cuando frente al hostigamiento que sufre por parte de ladrones, unos cristianos lo llevan a la finca de Ebronanto (Val. Berg., Ordo Querimonie prefati discriminis, X). En aquel lugar, el “maldito adversario”, el diablo, que hostiga y persigue en todo momento a nuestro autor, nos cuenta decide adueñarse de Ricimiro, dueño de la finca. Es entonces cuando aquel “pensó erigir el sagrado altar de una iglesia y decidió, con astuto pensamiento sugerido por mi perseguidor, ordenarme presbítero de la tal iglesia para mayor ruina mía, como atraído por los beneficios de los seglares y enriquecido por los muchos donativos que me harían sentir opulento” (Val. Berg., Ordo Querimonie prefati discriminis, X).

Aquí la sola idea de ser ordenado presbítero es considerada por Valerio una instigación demoníaca. Valerio interpreta que ser nombrado presbítero constituye un obstáculo para su vida espiritual. De hecho, al imaginar la posesión del cargo no prevé otra cosa que el beneficio de los seglares, por medio de la acumulación de las donaciones hechas a la iglesia.

Constatamos que si bien Millán desempeñó brevemente el cargo de presbítero esto no le ocasionó más que problemas con los clérigos y el obispo como vimos en el episodio de las donaciones a los pobres de los bienes eclesiásticos. En el caso de Valerio, la sola idea de ocupar un cargo de este tipo se le representa como una manipulación del demonio. Nuestros eremitas no solo rechazan, como sosteníamos más arriba, la vida comunitaria en el cenobio como instancia apta para el desarrollo de las habilidades ascéticas, sino que incluso se muestran decididos en rechazar la integración al orden eclesiástico como presbíteros y la dirección de iglesias.

Vimos como Isidoro condena en su regula monachorum este tipo de comportamiento considerándola vanidosa y nociva para la vida espiritual. También Benito en su regla se inclina por esa opinión al plantear que el ámbito donde se ponen en juego los hábitos del rigor cristiano es el monasterio. A esto debemos agregar el protagonismo de los concilios eclesiásticos que van a tener un rol clave en el periodo visigodo. En un contexto marcado por la inestabilidad política, los concilios van a constituir espacios de generación de consenso y de construcción de autoridad (Stocking, 2003).

Por ejemplo, el IV Concilio de Toledo realizado en 633, en su canon LIII llamado “De los religiosos errabundos”, se ocupa especialmente de este tema. Allí se dice: “Al abuso de los religiosos de cada territorio que no se cuentan entre los clérigos ni entre los monjes, así como el de aquellos que andan vagando por diversos lugares, pondrá coto el obispo en cuya jurisdicción se sabe que residen, destinándolos al clero o a los monasterios” (Conc. Tol. IV, LIII). Isidoro y Braulio, en calidad de obispos de Sevilla y Zaragoza respectivamente, son firmantes de las actas de este concilio.

El breve opúsculo De Bonello monacho escrito por Valerio ilustra una serie de concepciones asociadas al tema del vagabundeo desde un registro distinto a la normativa conciliar. Una serie de visiones son narradas por el monje Bonello a Valerio durante su estancia en Compludo. Cuando el monje Bonello vivía en una celda angosta y apartada fue llevado por un ángel al paraíso y pudo observar su imponente belleza (De Bon. mon., II) pero cuando tuvo deseo de vagabundear un ángel maligno lo llevó al infierno donde presenció todo tipo de tormentos (De Bon. mon., III).

De esta situación Valerio concluye: “Empieza de tal manera que puedas llegar por tus propios medios a la perfección sin caer en desesperanza” (De Bon. Mon., VI). En este caso, observamos que también el vagabundeo está asociado a una conducta peligrosa pasible de exponernos al pecado y al infierno, según lo narrado por el monje Bonello. Sin embargo, Valerio extrae de la narración una lección distinta a la dispuesta por la normativa que emana de los concilios. Allí se otorga a obispos y abades la potestad de reconducir a los vagabundos, aquí se le señala al asceta que regule su disciplina de modo de no caer en la desmesura que lleva al fracaso. Efectivamente, frente al fenómeno asociado al vagabundeo de ciertos monjes el concilio pone en acto la voluntad de las autoridades eclesiásticas de perseguir, localizar y fijar a los ascetas itinerantes en los marcos estables de la diócesis y el monasterio.

Los concilios eclesiásticos en la Hispania goda constituyeron un espacio esencial en la articulación del poder tanto episcopal como monárquico. Los reyes solían participar de estos encuentros y dar apoyo político a las normativas que de allí emanaban (Wickham, 2009: 188). Los obispos operaban en los concilios bajo patrocinio real para fundamentar y consolidar sus bases de poder en las diócesis. La voluntad de ejercer un control efectivo del territorio es patente en el fragmento citado del IV concilio. Allí se sostiene que los religiosos no afectados al orden eclesiástico, en sus palabras quienes no sean monjes o clérigos, deben ser destinados al clero o a un monasterio indefectiblemente. El concilio reconoce esta potestad de control territorial al obispo del distrito16.

Los casos de Millán y Valerio nos permiten ampliar el panorama de las prácticas cristianas en la Hispania goda. Efectivamente, el santo Millán del obispo Braulio no cumple con las prescripciones presentes en las reglas de Isidoro y Benito, tampoco con las normativas de los concilios eclesiásticos. Por su parte, Valerio, con su itinerario irregular y su aversión tanto a la vida clerical como a la cenobítica, al menos hasta el final de su vida, también cae fuera de los parámetros reconocidos como aptos para ejercer la vida ascética.

Hasta aquí podemos establecer que la conversión a la vida cristiana en la península ibérica durante el periodo implicó la adopción de una heterogénea serie de prácticas ascéticas, muchas de las cuales trascienden el ámbito monástico como podemos constatar en los casos de Millán y Valerio del Bierzo. En este contexto, el auge de los monasterios da cuenta tan solo de un aspecto del paisaje. De hecho, y si bien se aleja del núcleo de este trabajo, en la Hispania goda también es posible encontrar una pluralidad de formas monásticas17.

A partir de la lectura, por ejemplo, de la Regula communis, conocemos la existencia de monasterios familiares. Casas particulares convertidas en espacios donde se cultiva la vida espiritual junto a mujeres, hijos y dependientes (Reg. communis., I, 6-9). La Regla critica particularmente la pretensión de los particulares de crear monasterios y otorga esta potestad a la conferencia general y al obispo (Reg. communis., I, 1-4). Por último, agrega que aquellos que allí viven, lo hacen “a su capricho, no quieren estar sometidos a ningún superior” (Reg. communis., I, 1-4).

En el mismo sentido, podemos considerar el trabajo de Valerio De genere monachorum. Esta obra, probablemente incompleta, ilumina algunos aspectos problemáticos de la vida en los cenobios. Se denuncia allí que en los monasterios se incorporan pastores y esclavos así como jovencitos tonsurados contra su voluntad con el objeto de acompañar en los oficios y recibir cierta instrucción (De gen. mon., III). Estos, llamados falsamente monjes, se entregan a la comida, la bebida y el dinero (De gen. mon., IV). Frente a esta situación la responsabilidad recae, sostiene Valerio, en el superior quién se hace cómplice del daño en tanto puede castigar y no lo hace (De gen. mon., IX).

De esta manera, advertimos que tanto los monasterios familiares de la Regula communis como los tonsurados contra su voluntad presentes en el De genere monachorum constituyen ejemplos de la vida plural que encontramos en los cenobios de Hispania. Lejos de reducirse a la antinomia cenobita-eremita, la realidad de la vida cristiana en la península incluye un repertorio amplio y heterogéneo de situaciones en las cuales es posible encontrar, como ilustran estos casos citados, monasterios declarados en casas de familias que incluyen matrimonios, hijos y dependientes, así como cenobios que tonsuran a jóvenes a la fuerza.

Es significativo que al igual que veíamos al concilio toledano sancionar a los religiosos errantes otorgándole al obispo la potestad de entregarlos a la iglesia o al monasterio local. En este caso también se condena la decisión autónoma de convertir la propia casa, en un ámbito de vida espiritual y nuevamente la potestad de reconocer los lugares propicios para la vida ascética recae en el obispo.

Al repasar las reglas monásticas visigodas encontramos que la noción fundamental que define al hombre religioso que practica el ascetismo es la obediencia. Fructuoso dice: “Es doctrina de la regla que se muestre y se mantenga hasta llegar a la muerte la obediencia de obra y de afecto incluso en las cosas imposibles, es decir, como Cristo obedeció al Padre hasta morir” (Reg. Fructuosi., VI, 171-174). La Regula communis sostiene: “Muchos abandonan todos sus bienes, pero no siguen al Señor. ¿Por qué? Porque hacen su voluntad, no la del Padre” (Reg. communis., V, 165-167). Incluso Benito llega a vincular la falta de obediencia con el pecado original en el prólogo a su regla (Reg. Benedicti, Prólogo, 2).

De esta manera, la imagen de la vida ascética que prima facie podríamos asociar con la práctica del ayuno, la continencia sexual y la penitencia, resulta modificada. A resultas de la legislación conciliar y las normativas monásticas presentes en las reglas, el rasgo fundamental que define al asceta es la obediencia. Sin embargo, en el caso de nuestros eremitas, Millán y Valerio del Bierzo, la obediencia está del todo ausente. Si, como sostienen las reglas y los concilios, el rasgo fundamental del hombre religioso que practica el ascetismo es la obediencia, nuestros eremitas, Millán y Valerio quedan por fuera de los marcos referenciales que reconocen un status válido a sus conductas. De hecho, es posible encontrar en sus vidas circunstancias en las que desobedecen o desafían al orden eclesiástico.

Millán, quién no conoció la vida comunitaria del cenobio, condición sine qua non para la vida en el eremos de los montes de acuerdo con Isidoro y Benito, padeció su vínculo con el orden eclesiástico. Braulio nos relata el episodio en el cual Millán recibe el cargo de presbítero en la iglesia de Vergegio: “Al fin, se vio obligado, contra su gusto, a obedecer y así tuvo el cargo y el cuidado de la iglesia de Vergegio” (Vita Sancti Aemiliani, V, 12). Podemos pensar también en la discusión surgida en torno a la costumbre de Millán de donar los bienes de la iglesia a los pobres, con la consiguiente remoción del cargo de presbítero y la vuelta al monte.

En el caso de Valerio, citamos ya el momento en el que recibe el encargo de una iglesia y él vive la situación como una intervención del mismo demonio. Sin embargo, Valerio nos permite conocer también otra mirada de la vida monástica, distinta del lenguaje formal y normativo de las reglas. En su obra “Historia de mis lamentaciones por las mencionadas desdichas”, comenta: “(...) que quede patente a cuantos desean convertirse al Señor en la santa disciplina monástica, cuán grandes son los obstáculos dañinos de toda clase del enemigo envidioso y perseguidor, y las taimadas y variadas perversidades de la envidia por parte de los perdidos” (Val. Berg., Ordo Querimonie prefati discriminis, 29). Algunos de estos perdidos, nos cuenta, son los monjes compañeros del cenobio: “para que se vea claramente la engañosa impiedad de los habitantes de este monasterio” (Val. Berg., Ordo Querimonie prefati discriminis, 24).

De modo que es posible preguntarnos ¿por qué, si los principales teóricos de la vida ascética descreen del rigorismo individualista y lo condenan, aún así retoman a estos hombres considerados admirables o incluso santos? Podemos pensar que las reglas monásticas y los concilios eclesiásticos operan en un paisaje de por sí plural y heterogéneo al cual reglas y concilios se dirigen. De hecho, la regla como texto normativo y el concilio como instancia legislativa se presentan como espacios de validación de las prácticas cristianas en la Hispania goda.

En este contexto, los obispos operan por medio de las reglas y los concilios como instancias capaces de incluir y excluir, reconocer y negar. Las clasificaciones, enumeraciones, tipologías son otras tantas formas en las que el poder se expresa. En el caso de los eremitas, la elaboración de una tipología de monjes otorga validez a la práctica individual solo a condición de pasar un periodo formativo en un cenobio. En el caso de Millán y Valerio, el primero no conoció la vida comunitaria, el segundo la deploró.

Resulta preciso advertir que la crisis imperial romana y los cambios que trajo aparejados en Hispania entre los siglos V y VI señalan una transformación del paisaje urbano, el cual afectó en grado mayor a las ciudades de tamaño intermedio que a los grandes centros urbanos (Castellanos, 1997: 204). La presencia en entornos rurales tanto de eremitas como de lugares de culto señala un complejo proceso de poblamiento y transformación del espacio. En este sentido, la vinculación de Millán con personajes poderosos de la región da cuenta del papel aglutinador del santo en la comunidad en un contexto de transformaciones profundas18. Este aspecto es visible en la sección final de la obra de Braulio en la cual se describen los milagros realizados por el santo y aparecen referencias a comites, curiales, honorati y senatores (Castellanos: 1997: 205).

Los casos analizados nos ayudan a pensar el fenómeno eremítico en la época visigoda como un conjunto amplio y heterogéneo de prácticas. Estas pueden iniciarse en un cenobio, como Valerio en Compludo o pueden partir de la imitación de un maestro admirado en el caso de Millán junto a Felices de Bilibio. Pueden habitar en cuevas en los montes o también en una pequeña celda en un monasterio como solía hacerlo Valerio en la antigua celda de Fructuoso.

Sin embargo, sobre esta heterogeneidad operan las reglas y los concilios en pos de generalizar los monasterios como los ámbitos ideales para la práctica del ascetismo19. Como veíamos al recorrer la Regula Communis, otras formas de agrupación colectiva con ambiciones espirituales, como los monasterios familiares, son igualmente condenadas.

Una de las primeras obras escritas por Valerio lleva por título De vana seculi sapienta. Este breve opúsculo si bien no tiene por objeto discurrir acerca de las formas de vida ascética tiene para nosotros otro interés. Allí no se distinguen de modo explicito formas cenobíticas de otras anacoréticas o eremíticas. En principio, se pondera simplemente la vida ajustada a un ascetismo riguroso que se sustenta en el rechazo de la vida en el siglo, basado en el matrimonio y las riquezas. La oposición que establece este tratado no se da entonces entre vida en comunidad o vida solitaria sino, aquella otra presente en los Diálogos de Gregorio Magno entre el martirio público y el martirio oculto. Este último consiste en el esfuerzo persistente por triunfar sobre la tentación de la carne y los atractivos del siglo a lo largo de una vida.

De todas maneras, y pese a los intentos por regular y controlar las practicas ascéticas, muchos de estos solitarios concitaron un verdadero culto popular. En este sentido, si por un lado, los obispos en reglas y concilios precisan desconocer las virtudes de la vida solitaria, postmortem recurren a apropiarse ese status para domesticar su culto. De hecho, el propio Braulio comenta que su obra está destinada a ser leída en la misa del santo, y que prefirió escribir su vida a un sermón para no fatigar al auditorio (Vita Sancti Aemiliani, 2). En otras palabras, la vida de Millán es en gran medida un momento de una operación a realizarse en la misa, donde también la carga de sentido del calendario cristiano y la promoción de la peregrinación a los ámbitos santos son clave. Esto explica en parte el tramo final de la obra dedicada a enumerar los milagros realizados por el santo, ligados a los lugares donde Millán vivió y murió (Vita Sancti Aemiliani, 8, 15-29).

Entonces, ¿por qué los hombres de la elite hispanogoda reconvertidos en obispos urbanos escriben hagiografías de los eremitas? ¿Por qué considerar ejemplares las vidas de hombres solitarios si, a su vez, este tipo de prácticas son condenadas por las reglas y los concilios? Podemos pensar que es un modo posible de apropiarse de los cultos locales y domesticarlos, hacerlos viables dentro del orden eclesiástico de la iglesia.

Si tenemos en cuenta que los eremitas, como hombres santos, poseedores de un status reconocido por la comunidad retoman una serie de gestos y acciones los cuales poseen un nivel de simbolismo sacro, esto los constituye entonces en figuras de autoridad, disputando el monopolio del ejercicio del poder clerical a los obispos.

El culto de un santo como Millán librado a la “fama mundana” que Isidoro deplora ejerce una atracción que el orden eclesiástico va a disputar por medio, por ejemplo, de la lectura en misa de la obra de Braulio. De ese modo, la vida de Millán queda mediada por el obispo de Zaragoza quien ajusta su personaje a los requerimientos del poder episcopal. Aquí la imagen del solitario que se embarca en el perfeccionamiento moral va a ser considerada admirable pero no imitable.

Advertimos que los concilios y las reglas tienen por hábito clasificar y crear tipologías. Es preciso entonces pensar las fuentes que trabajamos no solo como documentos que describen cierta realidad sino como actos de poder que buscan calificar al clasificar, excluir al incluir. Tanto el registro normativo de las reglas monásticas así como la potestad legislativa de los cánones conciliares constituyen dispositivos con un carácter performativo que opera en la realidad. Las reglas monásticas y los concilios eclesiásticos son dispositivos capaces de localizar y encerrar ciertas formas de ascetismo carismático como es el caso de los eremitas. Como señalamos al inicio del trabajo, la escasez de fuentes dificulta el conocimiento profundo del movimiento eremítico en la península. Sin embargo, debemos poner en contexto los casos de Millán y Valerio teniendo en cuenta que se ubican en dos momentos bien distintos de la vida del reino visigodo en Toledo. En este sentido, de Millán a Valerio es posible reconstruir la presencia recurrente de eremitas, ascetas itinerantes, carismáticos en movimiento que ponen en acto un modo de vivir el cristianismo que la iglesia en reglas y concilios pugna por encuadrar, fijar y domesticar.

En conclusión, observamos que a partir de los casos de Millán y Valerio del Bierzo es posible realizar una lectura de la vida ascética en la Hispania goda que permita ver más allá del mundo de los obispos y los abades. Si bien a lo largo del periodo el crecimiento del número de monasterios y la constitución del poder episcopal como una de las bases fundamentales del poder eclesiástico es un elemento patente, la existencia de eremitas permite problematizar las prácticas cristianas en el periodo y reconocer su carácter plural y heterogéneo. Fundamentalmente nos ayuda a iluminar el conflicto que se teje en torno al reconocimiento y la condena de los hábitos ascéticos.

El énfasis puesto por las reglas y los concilios en limitar las prácticas ascéticas y encerrarlas en los muros de los monasterios bajo la vigilancia del abad es una constante a lo largo del periodo. “(…) es preciso residir en una santa comunidad y llevar una vida a la vista, para que, si hay algún vicio en ellos, pueda remediarse no ocultándolo“ (Reg. Isidori, XIX, 485-487) sostiene Isidoro. Sin embargo, la vida de los solitarios eremitas estaba expuesta también, nos recuerda Valerio, a un juez superior “porque en el juicio futuro no preguntará el Señor por residencia cerrada o abierta, no por un monasterio ni pueblo ni aldea, no por vestido o sexo, sino que a cada uno lo recompensará según sus propias obras” (Val. Berg., Quod de superioribus querimoniis residuum sequitur, 6).

 

Notas

1 Acerca del proceso de cristianización en el norte de Hispania, véase: Alonso Ávila (1985), Díaz Martínez (1990), Barenas Alonso (2012) y Mañanes Pérez (2015).

2 Véase: Azkarate Garai-Olaun (1991), Martínez Tejera (2004), Espinosa Ruiz (2010) y Mañanes Pérez (2015).

3 En relación a los problemas arqueológicos de índole metodológica, datación e interpretación, véase: Azkarate Garai-Olaun (1991: 148-151).

4 Podemos nombrar como ejemplos, Las Gobas (Laño) y Santa María de la Peña (Faido). Destaca particularmente en los alrededores de San Pedro de Montes y de Peñalba de Santiago las denominadas Cuevas del Silencio y la Cueva de San Genadio. También con posterioridad podemos citar en la zona de Valderredible, las cuevas de San Andrés de Valdelomar y San Martín de Valdelomar y en la región de Burgos la llamada Cueva de Andrés en Quintanar de la Sierra.

5 ‘El fenómeno de los eremitorios rupestres se halla extendido al menos por todo el mundo mediterráneo durante la Antigüedad. Los lugares más destacados en este punto se encuentran en Capadocia, Egipto, Tierra Santa, Italia, Galias (…)’ (Riaño Pérez, 1995: 49). Véase también: Molina Gómez (2006).

6 ‘El canon 11 del concilio de Tarragona del año 516 establece que, en materia monástica, se siga lo prescrito en los cánones de la Iglesia de las Galias. Mientras, en el canon 10 del concilio I de Barcelona, del año 540, se establece que en lo relativo a los monjes se observe lo preceptuado en el concilio de Calcedonia’ (Díaz Martínez, 1991: 140).

7 En torno a la discusión acerca de la autoría de la Vita Fructuosi, véase: Muñoz García de Iturrospe (1997: 135). El análisis de la autora fortalecería una posible redacción por parte de dos autores o quizás distintas fases de composición (1997: 150), posición que en su momento sostuvo Nock en su edición crítica de la Vita Fructuosi (1946: 38).

8'The monastic solution was the one that best adapted to the social and spiritual demands of an environment dominated by still rather primitive social conceptions arranged around rural communities’ (Díaz Martínez, 2015: 343).

9 Estudios arqueológicos realizados en 2005 han aportado información valiosa acerca de la ubicación histórica de restos materiales que darían cuenta de la presencia de Millán en el yacimiento de Parpalinas, referido por Braulio en su vita como Parpalines (Espinosa Ruiz, 2010: 27). También se ha dado una polémica reciente en torno a la presencia de Millán en Valderredible (Gutiérrez Cuenca e Hierro Gárate, 2010).

10Acerca de la vida de Millán y la obra de Braulio, véase: Pérez Rodríguez (1997), Valcárcel (1997) y Castellanos (2011).

11 Tradicionalmente, las obras de Valerio han sido consideradas dentro del registro autobiográfico. Sin embargo, este aspecto fue discutido oportunamente teniendo en cuenta el carácter anacrónico de la expresión para este periodo (Collins, 1986: 425-427). Un aporte reciente acerca de la problemática autobiográfica en Valerio propone un contexto posible para pensar la elaboración de sus obras (Martín Iglesias, 2009: 328-329).

12 En relación a los años en que es posible situar la vida de Valerio y su itinerario, véase: Orlandis (1997) y Udaondo Puerto (2005).

13 En el último tiempo ha sido discutida la estancia de Valerio en Compludo (Martín Iglesias, 2006). Este gesto escéptico por parte del autor logra poner en discusión el modo en que leemos el registro autobiográfico en el que Valerio se mueve. Por caso, valga citar la manera en que Valerio toma sucesos relatados en otras vitae u obras de los Padres y los narra como propios (Martín Iglesias, 2006: 329).

14 Pérez Sánchez ha propuesto considerar a Valerio como parte de la aristocracia visigoda teniendo en cuenta su nivel de formación cultural, las lecturas que ha realizado y el manejo del latín que posee (1997: 167). Acerca de la cultura literaria, las posibilidades de instrucción y la circulación de obras en el periodo visigodo ver: Udaondo Puerto (2003) y Martín Iglesias (2013).

15 El tipo de relación hostil con laicos, clérigos y monjes se repite en episodios de la Vita Fructuosi. Véase: La usurpación de la habitación que habría de ocupar Fructuoso por otro monje y el incendio posterior (II), el problema de la herencia con su cuñado y el reclamo al rey (III), Benedicta, una aristócrata convertida en monja, es denunciada por su prometido (XV). En todos los casos el esfuerzo ascético se ve limitado o desafiado por la presencia del otro. Como moraleja, en todo caso, una intervención divina concreta la venganza de Dios y da apoyo al hombre o mujer que renuncia al siglo y se entrega a la vida espiritual.

16La condena presente en las actas conciliares que persigue a los eremitas errantes y los subordina al abad y al obispo, es retomada y consagrada por las leyes de Chindasvinto (Díaz y Fernández Ortiz de Guinea, 1997: 29).

17 En relación al paisaje plural de la vida ascética en este período podemos citar el caso de los monasterios urbanos, los cuales fueron mucho tiempo postergados por los historiadores en comparación con la atención que recibieron aquellos cenobios instalados en espacios rurales (García Moreno, 1993: 179- 180).

18 Al respecto, es una cita obligada el trabajo de Peter Brown acerca del rol de los hombres santos en la antigüedad tardía (Brown, 1971). Para el caso visigodo, véase: Castellanos (1994 y 1996).

19 'The period from 660 to 1100 corresponds in both West and East to a long process of institutionalization of asceticism, which was progressively constrained within monasteries (...)' (Helvétius y Kaplan, 2008: 327).

 

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Recibido: 01/12/2016
Aceptado: 02/06/2017
Publicado: 08/06/2017

 

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